IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El País
- Es dudoso que el sistema autonómico refleje verdaderamente la naturaleza del país. Una cosa es descentralizar competencias y otra reconocer que en España conviven comunidades con sentimientos diferentes
Los resultados de las elecciones del 23-J vuelven a situar los asuntos territoriales en el centro del debate político. Puesto que sin el apoyo de todos los grupos nacionalistas vascos y catalanes Pedro Sánchez no conseguirá la investidura, debemos prepararnos para una legislatura con fuerte presencia de las relaciones centro-periferia (si es que no se repiten las elecciones).
Cogiendo un poco de distancia, resulta evidente que hay cuestiones más urgentes y con un mayor impacto en la vida cotidiana de la gente: la transición ecológica, la vivienda, la salud mental, la vulnerabilidad social, la educación, etcétera. Muchas personas sienten fatiga e irritación ante el protagonismo de los problemas territoriales. Lo ven como una maldición, como un castigo bíblico, que nos roba energías para abordar “lo que verdaderamente importa”.
Hay buenas razones para desesperarse: el conflicto territorial nos persigue desde hace más de un siglo, se ha manifestado desde la Restauración en todos los regímenes políticos que hemos tenido. Se trata, pues, de un problema recurrente y profundo.
Son muchos quienes piensan que, llegados a este punto, el problema no tiene arreglo. Su razonamiento viene a ser el siguiente: la Constitución de 1978 dio paso a una intensa descentralización que, sin embargo, no ha servido para zanjar el asunto. Las autonomías gozan de numerosas competencias, se ha transferido el grueso de las políticas sociales, la sanidad y la educación, y las nacionalidades con lengua propia han podido desarrollar políticas de protección y fomento de esta. Si después de “concederles” tanto no se consideran satisfechos, concluye el escéptico, es porque el nacionalismo resulta insaciable y no queda más remedio que poner freno como sea a sus inacabables peticiones. Al fin y al cabo, los nacionalistas vascos y catalanes son minorías en España, no tienen fuerza para desestabilizar o romper el Estado, así que pueden ir olvidándose de sus reclamaciones: quien tiene la última palabra es el conjunto de los españoles. Y punto, como se dice castizamente.
Cabe otro diagnóstico: cuando un conflicto así se enquista en un país, suele deberse a un ajuste imperfecto entre las instituciones del Estado y la realidad social. Dicho con otras palabras, las instituciones no reflejan adecuadamente la estructura social del país y, por lo tanto, la política no encuentra soluciones efectivas y duraderas a los problemas y conflictos de intereses que se plantean.
A fin de evitar un largo excurso histórico, permítanme que ilustre el asunto ciñéndome a nuestro actual periodo democrático. La represión franquista no consiguió sofocar la conciencia nacional de las regiones con lengua propia, sobre todo País Vasco y Cataluña (y, en menor medida, Galicia). En dichas regiones se han mantenido especificidades lingüísticas, políticas, fiscales y de derecho civil. En el ámbito político, la prueba más clara es la presencia de subsistemas de partidos diferenciados de los del resto de España. Estos sistemas de partidos son reflejo de una cultura política distinta, según puede verse, por ejemplo, en las dificultades que tiene Vox (representante del nacionalismo español más excluyente) para penetrar en dichos territorios. En las últimas elecciones generales, Vox no consiguió ningún diputado en Galicia y País Vasco (tampoco en Navarra) y tan solo dos en Cataluña (de los 48 diputados que se elegían en las provincias catalanas). En el resto de España, la cosa fue bien distinta, obteniendo Vox en torno a un 15% del voto en casi todas las demás comunidades autónomas. Hay otros aspectos en los que también se detecta la diferencia de cultura política: por ejemplo, en el rechazo masivo a la monarquía en Cataluña y País Vasco.
Aunque se ha producido una profunda descentralización administrativa, es dudoso que el sistema autonómico español refleje verdaderamente la naturaleza del país, su carácter plurinacional. Una cosa es descentralizar decisiones y competencias y otra reconocer que en España conviven comunidades con sentimientos nacionales diferentes. Me da la impresión de que hemos estado dispuestos a descentralizar considerablemente con tal de no tener que reconocer la plurinacionalidad constitutiva de España. Incluso el modelo federal se enarbola en ocasiones para evitar dicho reconocimiento.
La idea de nación es confusa y discutible (como ya dijo Zapatero, para escándalo de muchos, en 2004). Se ha escrito muchísimo al respecto. Una nación o nacionalidad suele caracterizarse mínimamente por tres elementos: una identidad de pertenencia común, unas obligaciones de apoyo y solidaridad para con los nacionales de la misma comunidad y una aspiración de autogobierno. A esto suele añadirse una cierta tradición histórica y una base territorial, aunque estos otros dos elementos no son estrictamente necesarios. Desde un punto de vista descriptivo, no creo que sea muy arriesgado afirmar que existe una nación española y al menos también unas naciones vasca y catalana. Tienen distinto alcance y no son excluyentes por necesidad; puede haber, desde luego, identidades nacionales solapadas.
Depende en última instancia de la sociedad española si se sacan consecuencias políticas de esta cuestión de hecho, la plurinacionalidad, o se continúa con la ficción de la nación única. Históricamente, ha habido una falta de reconocimiento político o, en el mejor de los casos, un reconocimiento indirecto y vergonzante de la realidad plurinacional española. Nuestra Constitución distinguió entre regiones y nacionalidades, pero los partidos dominantes y el Tribunal Constitucional prefirieron no hurgar mucho en este punto, optando por el “café para todos”. El resultado ha sido una inestabilidad constante en el modelo territorial, con varias crisis graves. En lo que va de siglo, hemos experimentado dos momentos complicados, primero con el plan Ibarretxe y después con el procés catalán. En ambos casos se ha planteado con toda su crudeza un conflicto sobre la composición del demos (el pueblo), es decir, un conflicto en torno a la pertenencia a la comunidad y su proyecto de vida política en común. Los independentistas, por razones diversas que sería muy complejo resumir aquí, no querían seguir formando parte del demos español. Eso no es un crimen ni una traición, ni es fruto de un odio generalizado a España, sino, más bien, un reflejo de que no hemos conseguido establecer un diseño institucional y político que desactive las demandas de independencia y ruptura de la nación española, es decir, un diseño integrador que permita la convivencia entre sentimientos nacionales diversos.
La plurinacionalidad exige políticas de reconocimiento (como el uso de lenguas cooficiales en el Congreso), pero también una participación efectiva en la toma de decisiones y en las instituciones del Estado (incluyendo el Tribunal Constitucional). Exige entender que el uniformismo político y jurídico no puede funcionar cuando se aplica en un país que alberga en su seno naciones de distinta escala y ambición. El nacionalismo español ha considerado que el reconocimiento de la plurinacionalidad es la antesala de la ruptura de España: pide firmeza ante la reivindicación nacional de vascos y catalanes, sin entender que dicha reivindicación ha sido en muchos momentos resultado de la resistencia al reconocimiento de la plurinacionalidad.
Aunque el país está profundamente dividido sobre este particular, los resultados electorales han querido que no nos quede más remedio que abordar este asunto difícil. Un asunto que, para bien o para mal, no va a desaparecer por mucho que miremos a otro lado o endurezcamos la ley. Por azares de la historia, se abre una oportunidad para que nos reconciliemos con el tipo de sociedad que realmente constituimos.