Juan Claudio de Ramón-El País

Nos preguntamos si España es una nación, cuando lo crucial es esto: que los españoles no podemos, si queremos seguir unidos, permitirnos no serlo

En otra fecha quise explicar por qué catalanismo y federalismo representan ideales a la larga incompatibles: en esencia, porque el federalismo quiere un reparto equilibrado de poderes con el nivel central o federal de gobierno; el catalanismo, en cambio, acrecer eternamente el autogobierno catalán, dejando sin margen ni sentido la existencia de lo federal (Federalismo o catalanismo, 9 de abril). También, que plurinacionalidad es lo contrario que pluralismo: si este invita a la mezcla, aquella nos convierte en un archipiélago de identidades uniformes y yuxtapuestas (Pluralismo o plurinacionalidad, 11 de junio). Triangulemos ahora y abordemos un último malentendido: que el federalismo debe abrazar la plurinacionalidad. Lo contrario es lo correcto.

Empecemos por algo en lo que parece haber acuerdo: para que haya federalismo, tiene que haber lealtad. Pero ¿qué es la lealtad, cabe preguntarse, sino la nación? La nación política que inventa la modernidad sirve para saber a qué instituciones, como ciudadanos, debemos lealtad, y quienes son los otros que merecen nuestro afecto y solidaridad de conciudadano. Es decir, para saber a qué comunidad política pertenecemos (y hubo un tiempo en que la izquierda creía que el progreso era ampliar, y no reducir, el radio de esa comunidad). Declarar la plurinacionalidad es sembrar la duda sobre a qué comunidad política se debe lealtad, hacia dónde se debe redistribuir la riqueza, a quién daremos voz y voto en el debate. Una receta para la discordia y la desintegración.

Pero es que, además, la plurinacionalidad trabaja en contra de la idea federal de distribuir los poderes. Porque el poder solo puede repartirse a fondo allí donde la comunidad no está en duda. Por eso los Estados federales más avanzados se apoyan en una idea de nación unitaria (Estados Unidos, Alemania) y los que se declaran retóricamente plurinacionales (Bolivia, Rusia) no conocen un reparto real del poder. Si en España se quisiera profundizar en el federalismo y dar, por ejemplo, plenas competencias educativas a las autonomías, sólo podría hacerse si hay certeza de que el nuevo poder conferido no se usará para educar en una conciencia de pertenencia separada, cosa difícil si hemos dado como válido que vivimos en comunidades nacionales distintas.

Esto es así porque modernamente nación no es un dato de geografía humana, sino un concepto normativo que equipara al conjunto de ciudadanos con el conjunto de nacionales, constituyéndolos en comunidad de derecho (igualdad), decisión (soberanía) y reparto (redistribución). Estado-Nación no es el “Estado que contiene una nación”, sino el que ha tejido su propia nación política y que —exigencias de la democracia— la ha hecho inclusiva de sus diferencias ideológicas y culturales. Sin ese ideal integrador no hay comunidad y el Estado solo aguanta unido lo que disponga la inercia. Y si los españoles hemos dejado de ser una nación, la tarea, si queremos permanecer unidos, es trabajar para volver a serlo: he ahí el verdadero ideal federal.