Pedro Sánchez se atrincheró este domingo en Ifema en un acto de consolación para que los vítores de su fandom ahogaran el griterío de unas calles incendiadas por sus manejos para lograr la reelección.
Allí recicló el mensaje motivacional de la propaganda británica durante la Segunda Guerra Mundial, Keep calm and carry on («mantén la calma y sigue adelante»).
No se trata sólo del recurso a un eslogan bélico por parte de quien concibe la política como una guerra de desgaste. También entronca con el lema que preside la Ejecutiva del PSOE, Siempre adelante.
¿Cabe imaginar una condensación más precisa del ideario sanchista que estas dos palabras? El arrojo y la huida hacia adelante como modus operandi para lidiar con la adversidad. La superación de todo obstáculo que se interponga en el camino de los «avances sociales».
Este «siempre adelante» es también una sintética destilación de la agenda progresista. El movimiento constante como valor en sí mismo, la evolución hacia nuevas etapas de desarrollo, se constituye como un imperativo político irrenunciable.
Por eso, no se entiende muy bien la airada reacción de la reserva espiritual de la izquierda frente al PSOE de Sánchez, que considera una traición al progresismo, culminada con el otorgamiento de la amnistía al separatismo.
Se dice que con esta medida de gracia no sólo queda derogado el principio izquierdista de la igualdad formal y material de todos los ciudadanos sin distinción de origen. También supone vulnerar todas las reglas del juego democrático, algo intolerable para quien se dice de izquierdas.
Pero ¿hay algo más auténticamente progresista que la transgresión de todo límite? El progresismo, clave de bóveda de la mentalidad contemporánea, se configura sobre la idea de la libre disponibilidad del pasado.
Frente a la actitud deudora del conservador, el progresismo no reconoce autoridad alguna al orden heredado, sino que se propone diseñar un orden nuevo acorde a las exigencias de los principios de la justicia.
La vocación izquierdista se cifra en la sustitución del reino de la necesidad y la costumbre por el de la razón y la voluntad. Y su principio rector es el que enunció José Luis Rodríguez Zapatero (no en vano, convertido en heraldo de Sánchez) en su entrevista con Carlos Alsina: «No hay imposible en política».
El progresismo se plantea, en definitiva, como la emancipación de todo condicionamiento externo (incluido el corsé institucional). Y por eso, su fase superior es la autodeterminación. Una concomitancia muy elocuente entre la filosofía política izquierdista y la idea fuerza del independentismo.
Paralelamente a esta excomunión de una izquierda supuestamente bastarda por su mimetización con el nacionalismo, proliferan en la conversación pública las condenas a la concesión de la amnistía por su supuesto carácter antidemocrático.
En un cierto sentido, es evidente que difícilmente puede concebirse la extinción de los delitos del procés como un mandato de las elecciones generales, tal y como reza el argumentario del PSOE. Al fin y al cabo, es Sánchez y no la derecha quien insiste en conseguir lo que le negaron las urnas, negociando un reparto de cuotas en despachos entre las cúpulas de fuerzas minoritarias para aprobar algo que nadie votó.
Pero de estos arreglos caprichosos entre oligarquías partitocráticas no cabe deducir que España haya mutado en una dictadura. Más bien al contrario. Todos los movimientos del PSOE se asientan sobre la legitimidad democrática, que es la que efectivamente rige en la sociedad.
Si el trato de favor a ciudadanos particulares a cambio de prebendas políticas es aceptado por un segmento no menor de la población es porque la justificación del PSOE para abolir la división de poderes conecta con un sentido común moldeado por el fundamentalismo democrático.
Es decir, la retórica de la primacía incontestable de la «soberanía popular» (según la cual el más mínimo pronunciamiento contrario del Poder Judicial es concebido como una intromisión golpista sin legitimidad mayoritaria) bebe de una concepción dogmática de la democracia como fundamento único de la sociedad, y no como simple forma de gobierno.
Es la democracia como ideología. La fetichización de lo electivo, lo participativo y lo mayoritario. La sacralización de la voluntad general. Sólo el dominio irrestricto de la democracia representativa permite realizar los valores de libertad, igualdad, progreso y bienestar.
De ahí que sea más preciso decir que lo que ha consagrado el cambio de régimen encubierto de Sánchez es un despotismo democrático, o una tiranía de la mayoría progresista. Y por eso, en cierto sentido, la amnistía es coherentemente progresista y democrática, por mucho que se insista en lo contrario.