Ramón González Férriz-El Confidencial
- Estos movimientos fueron mucho más hábiles intuyendo y encauzando el malestar que gestionándolo y convirtiéndolo en una plataforma política que pudiera crecer con el tiempo y hacer realidad su programa
¿Cómo les va a nuestros populistas? El sondeo del Observatorio Electoral publicado ayer por este periódico indicaba que, en caso de celebrarse hoy las elecciones generales, Unidas Podemos obtendría un 9,8% de los votos y perdería 12 escaños respecto a las elecciones anteriores, mientras que Vox obtendría un 15,7% y tendría un diputado menos que en la actualidad. De acuerdo con el último Barómetro de Opinión Pública del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat, publicado la semana pasada, entre los catalanes el rechazo a la independencia de Cataluña es el más alto desde 2015 (un 52% rechaza que Cataluña se convierta en un Estado) y el apoyo a esa independencia vuelve a caer hasta el 41%.
Ninguno de esos datos es un fracaso absoluto para los tres grandes movimientos insurgentes que han aparecido en España en la última década: la izquierda y la derecha autoritarias y el independentismo. Pero hay algo que empieza a quedar claro: estos movimientos fueron mucho más hábiles intuyendo y encauzando el malestar que gestionándolo y convirtiéndolo en una plataforma política que pudiera crecer con el tiempo y hacer realidad su programa.
En buena medida, porque sus promotores resultaron ser magníficos detectores de humo y buenísimos propagandistas, pero han demostrado ser políticos impacientes, mediocres en la selección de personal y completamente desinteresados en la gestión.
El caso más evidente es el de Pablo Iglesias: a pesar de los numerosos errores intelectuales cometidos en los años de formación de Podemos —su fijación con los movimientos políticos latinoamericanos, la creación de un partido férreamente controlado por el líder y, finalmente, convertido en una especie de empresa familiar sin espacio para la menor disidencia—, Iglesias llegó a ser vicepresidente del Gobierno y a tener una influencia real en el programa ideológico de este. Pero no tenía vocación de gestor de lo público, la tenía de intelectual mediático, un papel que garantiza la celebridad a muy pocos, pero carece por completo de las restricciones que sufren los políticos y no requiere capacidad de gestión de equipos. Sin él, el partido ha ido deshilachándose. Como se ha visto con una sucesión de pequeñas meteduras de pata, como las declaraciones de Lilith Vestrynge sobre la meritocracia o el urbanismo madrileño y el cartel propagandístico del Instituto de la Mujer, sus sucesoras han demostrado estar tan poco interesadas en la gestión como él, pero además carecen de su talento comunicativo.
Iglesias no tenía vocación de gestor de lo público, la tenía de intelectual mediático
Es prematuro hablar del declive de Vox. Pero se advierte un cierto patrón: el partido emergió gracias a la original radicalidad de su propuesta comunicativa, mucho antes de que decidiera cuál era su propuesta económica, su posición sobre la UE o su apego a la Constitución en cuestiones como las comunidades autónomas. Memes con personajes de ‘El señor de los anillos’, vídeos a caballo, cascos de los tercios y una retórica propia de la Guerra Fría: durante unos meses, los periodistas y expertos en comunicación se preguntaron quiénes eran los jóvenes genios que manejaban las redes sociales e impulsaban esa estética altanera, osada y provocadora. Su éxito fue inmenso. Pero luego llegó la política real: la elección de los candidatos para las elecciones autonómicas de Castilla y León y Andalucía dejó claro que los recursos humanos del partido, y su comprensión de la política más allá de Madrid, eran limitados. El primer candidato disertaba sobre el sexo y el hedonismo, y su primera reacción ante los terribles incendios de la región de la que es vicepresidente fue anunciar la organización de un concierto benéfico. La segunda renunció a su cargo y dejó la política tras las elecciones. Vox parece incómodo hablando de cuestiones que deberían haberle beneficiado, como la pandemia —Abascal fue ambiguo en su apoyo a las vacunas— o la inflación —el partido es incapaz de tener una política económica que no se base en la demagogia— y parece como si añorara el tiempo en que sus principales mensajes podían tener que ver con la corrección política, la conquista de América y los toros.
El caso del independentismo catalán es si cabe más acusado. Artur Mas decidió emprender un camino que ningún líder político independentista estaba preparado para culminar, y a partir de 2012 la sucesión de líderes malos y oportunistas, de aficionados que vieron ventanas de oportunidad, ha sido constante: cuesta pensar ahora que, en algunos momentos del ‘procés’, aspiraron a impulsarlo personajes como Albano Dante Fachin, David Fernández, Anna Gabriel, Gabriel Rufián, Lluís Llach o Ramon Tremosa. Sus dos últimas encarnaciones han sido quizá las más estupefacientes: el expresidente de la Generalitat Quim Torra, cuyo dietario ‘Les hores incertes. Dietari de Canonges’ demuestra su absoluta incompetencia política, y Laura Borràs, que antes de ser suspendida convirtió el Parlament de Cataluña en una mezcla de teatro del absurdo y espacio libre de regulaciones legales. Como decía hace unos días en este periódico Josep Martí Blanch, se suceden los “vodeviles ‘indepes”, y eso implica que “la partida catalana está acabada por un tiempo largo. Se avecinan escenarios de corte más clásico”.
Iglesias, Abascal y la sucesión de líderes del ‘procés’ quemados han enfangado la política española durante una década: poco o nada han aportado a la buena gestión, la reforma sensata y la mejora de la calidad de vida de los españoles. Pero, al mismo tiempo, su incompetencia o desidia ha impedido que alcancen sus objetivos políticos o arrastren definitivamente al país a la ingobernabilidad. Han polarizado hasta lo indecible, pero una vez en el poder o cerca de él han demostrado que sus malas ideas están matizadas por su incapacidad para llevarlas a cabo.
Durante mucho tiempo, estos movimientos se presentaron a sí mismos como un destino ineludible: la victoria electoral de Podemos, que Vox superara al PP o la independencia de Cataluña, decían sus promotores, eran hechos inevitables que tardarían más o menos, pero acabarían sucediendo. Ahora sabemos que no es así: en España, el populismo ganó vigor muy rápidamente y lo está perdiendo poco a poco. En ese sentido, y puesto que era casi inevitable que el populismo estallara en España como lo hizo en el resto de países occidentales, hemos tenido la suerte de que sus líderes no han sido como Donald Trump, Boris Johnson, Marine Le Pen o Viktor Orbán: todos ellos populistas, pero con un talento político que los nuestros, por suerte, no tenían. Eso no significa que no obtengan unos cuantos triunfos más. Es probable que lo hagan. Pero ya todos sabemos que no tienen nada de inevitable.