La dignidad humana, los derechos fundamentales de las personas, el compromiso con el resto de las naciones, el respeto a nuestra historia y el reconocimiento de nuestros compatriotas merecen que se distinga dónde está la diferencia entre el belicoso señor de la guerra en cualquiera de sus formas -insurgente, talibán, pirata…- y el pacífico guerrero que es el militar. Entre el poder y el deber.
Ser militar hoy resulta una profesión difícil y nada tiene que ver con la dificultad, mayor o menor, para ingresar en la milicia, sino con lo complicado que resulta en determinados momentos cumplir exactamente con el deber.
A nadie se le escapa que las Fuerzas Armadas de hoy necesitan dotarse de sistemas de armas que permitan a las unidades militares: conocer la situación en la que se mueven, discriminar la presencia de combatientes y no combatientes en el teatro de operaciones, localizar al adversario con precisión, hacer seguimiento de sus movimientos, prevenir el ataque, proteger las posiciones, maniobrar, repeler el ataque, reaccionar con firmeza, evitar daños a la población civil y un largo etcétera. Todas estas necesidades se traducen en capacidades que dan a las unidades militares un bagaje considerable para evitar el escenario más peligroso, que es la derrota, y el más arriesgado, que es tener bajas inaceptables.
A simple vista, todas estas capacidades de combate resultan un exceso cuando se trata de combatir a pequeños grupos de irregulares cuyo modo de proceder nada tiene que ver con el enfrentamiento armado convencional, sino que se refugian en el anonimato de sus componentes y en la difusa población civil, en busca de un escudo protector: el que les da el saber que las unidades militares cuentan con códigos de comportamiento que les impiden el uso indiscriminado y desproporcionado de la fuerza.
Sin embargo, lo que a primera vista es un exceso de capacidad, resulta un elemento indispensable en ese tipo de combate, ya que se trata de asegurar que se cumplen precisamente esos códigos de conducta que la sociedad da a sus militares y que, de ninguna manera, se traspasan los límites que marcan los derechos fundamentales de las personas y la dignidad del ser humano.
En este punto es donde se plantea la dificultad de la profesión militar: discriminar aquello que se debe hacer entre todo lo que se puede realizar.
Sin duda, con los criterios de comparación al uso, las unidades militares de las naciones occidentales cuentan con una supremacía tecnológica y numérica incuestionable sobre los grupos armados que se enfrentan a ellas en los varios teatros geográficos. Sin embargo, esta supremacía material se muestra insuficiente para vencer a un adversario infinitamente menor. La pregunta es ¿por qué? Mi respuesta: mientras que a la capacidad militar de las unidades militares se une un código ético de conducta que limita el uso de la fuerza en forma e intensidad, esos grupos armados emplean la violencia en cualquiera de sus modos y en toda su extensión, sin estar limitada por los derechos fundamentales de las personas y la dignidad del ser humano.
Este notable desequilibrio, de un lado material y de otro moral, tiene un claro reflejo en el quehacer del militar de hoy: saber hasta donde se puede usar la fuerza de que se dispone. Pero como al combate no se puede llegar con dudas de lo que se debe y no se debe hacer, para ello se definen las «reglas de enfrentamiento» que son, ni más ni menos, una traducción de los límites que se dan al mando militar para hacer uso de la fuerza y que éste debe transformar en órdenes concretas a sus subordinados para el empleo de las armas.
Para aumentar la dificultad del asunto, las «reglas de enfrentamiento» se pueden definir a partir de dos puntos de partida: describir al adversario y batirlo allá donde se encuentre con independencia de lo que haga o, por el contrario, definir los actos que se consideran una amenaza, localizar al autor y aplicar la fuerza de forma proporcional y mesurada a lo sucedido.
Sin duda la primera forma de definir las «reglas de enfrentamiento» resulta más sencilla y probablemente requiera un menor grado de complicación a la hora de diseñar los planes de operaciones. Sin embargo, tanta sencillez esconde un mal de origen. Se define al adversario por un criterio subjetivo y, por ende, cambiante. Tanta mudanza en el tiempo, es algo difícilmente aceptable para las sociedades avanzadas que tratan de ver reflejados sus valores permanentes en el comportamiento de sus unidades militares. Esta es también la razón que aleja al militar al otro extremo del comportamiento del mercenario.
La segunda opción, definir las «reglas de enfrentamiento» a partir de lo que hace el adversario, requiere sin duda un proceso más laborioso y sobre todo complicado. La primera de esas complicaciones es tener la capacidad de imaginar todas las maldades que el enemigo puede llevar a cabo, valorar la amenaza que provoca sobre los intereses propios, diseñar las distintas formas de actuar para neutralizarla, estimar los riesgos sobre las vidas humanas, etc. La segunda es traducir todo ello a unas normas fáciles de comprender y de retener por quien las debe cumplir. De lo contrario la duda se apoderará de quien deba cumplirlas en el momento de llevarlas a cabo y se convertirá en un factor que afectará negativamente a su capacidad de sobrevivir a la acción hostil del adversario. La tercera es medir con rigor y precisión las consecuencias que cada una de las respuestas puede tener. Aquí la experiencia es un elemento esencial. Además, no basta con la experiencia del general, sino la de cualquier soldado, ya que una respuesta inapropiada, desajustada o desproporcionada de cualquiera de ellos puede llevar a una indeseada situación que complique más la resolución del conflicto.
Esta forma de proceder a la definición de la forma de afrontar el uso de la fuerza se ciñe a los hechos objetivos y por tanto inmutables en el tiempo y cuantificables en sus consecuencias, ante los que una sociedad puede presentarse cargada de razón a sus ciudadanos de hoy y de mañana.
Por todo ello, resultaría muy fácil recurrir a los planteamientos sencillos que la primera filosofía esboza, que son además de los más comunes en el mundo primitivo, sin duda, los mismos que emplean insurgentes, talibanes, piratas y gentes de mal vivir cuando consideran su adversario a cualquiera que no sean ellos mismos. Sin embargo, la dignidad humana, los derechos fundamentales de las personas, el compromiso con el resto de las naciones, el respeto a nuestra historia y el reconocimiento de nuestros compatriotas merecen que se distinga dónde está la diferencia entre el belicoso señor de la guerra en cualquiera de sus formas -insurgente, talibán, pirata…- y el pacífico guerrero que es el militar. Entre el poder y el deber.
Javier Pery Paredes, ABC, 15/12/2009