ESCUELA Nº 1 , BESLAN
Todo es, claro, el progreso.
Ese dulce espejismo que nos mueve a continuar andando,
a sentir el placer de la conquista, sea grande o pequeña,
a superar los límites de las limitaciones,
a buscar el remedio de todos los problemas,
a sentirnos mejores que los otros,
a desterrar la enfermedad y el miedo,
a gozar de los goces del cuerpo y de la tierra,
a descubrir la paz y el equilibrio.
El niño al que le dieron por la espalda
porque ya no quería -siempre fue muy inquieto-
estar en aquel sitio tan ruidoso, declaró noblemente
-a pesar de que nadie le escuchaba-
que el comprendía todo
-«nada humano nos es ajeno», dijo-,
que lo había leído en las enciclopedias
y que una hermana suya -también tiroteada pero viva-
lo confirmo en el Google.
Se llamaba Serguei como su padre
y tenía un flequillo muy rebelde
y un pantalón precioso de franela.
El progreso genera más progreso.
Por eso progresamos de una forma imparable
hasta alcanzar un día -¿quién podría dudarlo?-
el saber absoluto.
De Tales de Mileto hemos llegado a Habermas.
De las cartas con sobres y sellos
a un móvil inalámbrico que hace fotografías
y anuncia la noticia de una escuela en Osetia.
Del carro con dos ruedas al avión supersónico.
Y esto es solo el comienzo.
Llegaremos a todos los planetas, a todas las galaxias,
a todos los misterios humanos ó divinos.
Superaremos todas las barreras y todos los obstáculos
-físicos o mentales- hasta que ya no quede
incertidumbre alguna y el ser humano tenga
-llegará ese momento- un poder infinito.
Kazbek Zugolev -un hombre duro y fuerte-
lo encontró a su mujer que se llamaba Bela,
una dulce y buenísima persona, según decían todos,
ni a ninguno de aquellos cuatro hijos, tan suaves y tan bellos,
-Aslán, Vazlán, Víctor y Julia-
que estaban celebrando, eso es lo que decían los periódicos,
el comienzo de un curso en el que iban a aprender las cosas
que se aprenden en todas las escuelas
y a jugar al balón con los amigos.
No encontró ni siquiera sus cadáveres. No dijo una palabra.
Se fue a su casa sólo y se quedó pensando
en la inmensa fortuna que tenía de ya no tener nada,
si siquiera un futuro del que preocuparse,
y en el enorme privilegio de que sus cuatro hijos,
tan suaves y tan bellos,
-se lo contó una amiga que allí estaba-
hubieran muerto juntos y abrazados
a su madre adorable y amantísima.
«¡Quién fuera ellos!» – se susurró a sí mismo.Eso no hay quién lo mueva. El progreso es magnífico.
Devoramos basuras a todas horas sin que nos pase nada.
El fútbol ha alcanzado dimensión permanente.
Podremos tener sexo hasta el último instante de la vida.
La presión de la audiencia es el único índice,
la única medida del valor de las cosas y los seres humanos.
No existe otro sistema que pueda mantener este sistema.
Sólo queda un peligro muy remoto:
que se descubra todo de repente un día.
Que aparezcan sin velos ni tapujos
las trampas del poder y del dinero
y que se desintegren todos los dogmatismos
-cualesquiera que sean, todos juntos-
y no queden fanáticos ni fundamentalistas
-o séase, la inmensa mayoría de nosotros-
de tal forma que nadie pueda pensar
que su país es el mejor del mundo,
porque Dios lo ha querido después
de echarle mucho pensamiento
y que su religión es verdadera y las demás son falsas,
radicalmente falsas, lo diga quien lo diga
y que no hay discusión ni diálogo posible.
Una madre chechena ha llamado a Zalima,
que ha perdido en la escuela una niña vestida de colores-
y no le dice nada.
Y sabe que se entienden a las mil maravillas.
Y cuelga tiernamente su teléfono fijo.Siga pues el progreso avanzando impertérrito.
¡Continúe la fiesta!.
Letra: Antonio Garrigues Walker, Música: Gabriel González.
Gabriel González, 30/9/2004