Fernando Vallespín-El País
- El pensamiento independiente se ha convertido en un lujo. Ahora se piensa de forma gregaria, siempre apoyando los intereses de un partido
Uno de los efectos menos discutidos de la polarización en España es su coste para la libertad de pensamiento y expresión. Así formulado, suena un poco extraño, porque en principio todo el mundo parece querer decir lo que dice. Si se mira con un poco de detenimiento, sin embargo, se percibe enseguida que impera un cierto vértigo a la hora de salirse del carril establecido por el discurso dominante dentro del propio bloque. En otras palabras, cuesta una enormidad ejercer de disidente interno porque la sanción inmediata es la acusación de haberse pasado al enemigo. Es tal la fuerza gravitatoria que atrae hacia el núcleo del bloque, que colocarse extramuros del mismo, aunque sea en un solo asunto, nos deja completamente desguarecidos, casi huérfanos. O incomprendidos. Encima, desde el otro lado se instrumentalizará nuestra disidencia para reafirmar su propia posición. Y como busquemos un lugar propio fuera de los argumentarios de unos y otros, estaremos condenados a ser silenciados. Como bien sabemos, el eco en las redes es directamente proporcional a la intensidad de la defensa del amigo y la leña que se dé al enemigo. Quien se ande con melindres o matices está condenado a ser obliterado en tan curioso espacio. Lo que importa es el pronunciamiento categórico, cuanto más tajante mejor.
Digo que esto tiene que ver con la polarización, porque la característica fundamental de esta reside en el choque permanente entre dos lecturas de la realidad, dos discursos, dos universos identitarios. El tablero político se reduce a un juego entre piezas negras y blancas; las otras, las de otro color, no es que no estén, es que no se ven. El resultado es la hiperventilación de la política, la sobreactuación y la aparición de los discursos escoba, aquellos dirigidos a recoger a los aún dubitativos de uno u otro bando, que corren veloces a acogerse a alguno de ellos para no ser anatematizados. Y ello afecta tanto a la elección de los temas sobre los que hay que discutir como al sentido en el que haya que pronunciarse sobre ellos. Lo que queda fuera de foco es como si no existiera. No es nada nuevo, siempre ha habido discursos racionalizadores de las posiciones de parte; también de satanización de las del contrario. Por parafrasear a Eric Hoffer, la política puede prescindir de Dios, pero nunca de algún diablo. Lo novedoso y lo más grave de la polarización es el achique de espacios para la disensión, ese logro civilizatorio que el profesor Muguerza convirtió casi en máxima moral. O para el escepticismo. El pensamiento independiente individualizado se ha convertido casi en un lujo, ahora se piensa de forma gregaria, siempre anexionándolo a los intereses del partido de adscripción.
Todo esto viene a cuento de la cuestión de la amnistía, cuya enjundia está poniendo a prueba las inercias mencionadas. No ya solo porque parece haberse convertido en la llave para que haya gobierno, sino porque toca una fibra enormemente sensible del Estado de derecho. Viene a señalar algo así como el límite de lo que le es dado decidir a un solo bloque. La posición más sencilla es manifestarse de forma categórica a favor o en contra. Y en esto la oposición lleva ventaja, porque es un tema contencioso donde los haya, mientras que para la parte del Gobierno en funciones es existencial para su supervivencia. Detrás de la disputa desaparecen, sin embargo, otros posibles debates conexos a la disyuntiva de fondo que hubieran ilustrado enormemente nuestro juicio político, como la existencia de posibles alternativas ―¿amnistía a cambio de qué?―, o cuáles sean los mejores medios para recuperar un efectivo debate sobre cómo abordar políticamente el independentismo catalán. Todavía tengo esperanzas de que estas discusiones puedan llegar a producirse. Entre el blanco y el negro siempre hay toda una gama de grises.