KEPA AULESTIA, EL CORREO – 22/11/14
· La querella de la Fiscalía contra el gobierno de la Generalitat no debería convertirse en una pieza más de la espiral del desencuentro.
La querella presentada ayer por la Fiscalía por los cuatro delitos –desobediencia, prevaricación, malversación y usurpación– en que pudieran haber incurrido Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau con «la realización, por otros medios, del designio original de celebrar una consulta de naturaleza materialmente referendaria igualmente suspendida por el TC» y las polémicas circunstancias que han rodeado tal iniciativa han vuelto a plantear el problema de la judicialización de los conflictos políticos y el de la politización de los litigios judiciales. Un clásico de la diatriba pública que en este caso atañe a las tensiones competenciales e identitarias entre el Estado unitario y las aspiraciones soberanistas o centrífugas.
Aunque el ruido ambiental acabe ocultando que se trata de un contencioso entre poderes constitucionales, entre poderes establecidos. Porque conviene recordar que el proyecto soberanista no se erige sobre la nada ni describe una epopeya, sino que se cimienta sobre las atribuciones, en gran medida irreductibles, de la autonomía vigente.
El problema político no es solo que pueda haber dos millones y pico de catalanes que no se consideran españoles o que se inclinarían a dejar de serlo cuanto antes. El problema político es que el gobierno de la Generalitat se ha propuesto superar el marco legal que emana de la Constitución y, en caso de que no le sea transferida la competencia referendaria, parece dispuesto a desbordarlo por una concatenación de acontecimientos que permanecen en el secreto de los cálculos que maneja la cúpula ‘convergente’, incluido el amplio margen que el poder establecido concede a la improvisación.
Esa obstinación por asegurar que el campo base del soberanismo –ubicado simbólicamente en el Born de Barcelona, pero en realidad en el Palau de la Generalitat– se encontrará siempre a una distancia prudencial de la legalidad constitucional plantea, ciertamente, un problema irresoluble. Porque cualquier intento de aproximación al entendimiento –léase vía reforma constitucional– llegaría tarde y, en cualquier caso, se vería precedido de unos cuantos pasos más en el distanciamiento soberanista. La ventaja psicológica del independentismo catalán es que, aunque reme a ciegas en pos de la meta que persigue, puede controlar a qué ritmo de palada se le aproximan los demás. No en balde es la única modalidad deportiva en la que el primero nunca da la espalda a sus contendientes.
Pero la competición es solo una metáfora táctica y aparente de lo que en realidad se está jugando. Cataluña y el resto de España describen dos estados de opinión tan divergentes que recuerda los peores momentos del ‘conflicto vasco’. La percepción de que se trata de pulsiones centrífugas y centrípetas irreconciliables no solo se da en una sociedad catalana que, tras el 9-N y a pesar de la querella, parece buscar la distensión en el quehacer cotidiano, como recurso para evitar que la angustia se apodere del éxodo constante. También la ‘España española’ tiende a dar muestras de cansancio ante la sucesión de señales de despedida por parte del independentismo auspiciado por la Generalitat. La impasibilidad de Rajoy y su constante remisión a la Ley –sin que por ello se haga cargo de la iniciativa de la Fiscalía– y su anuncio de que irá a Cataluña un día de estos para explicarse mejor ante los suyos en una visita de circunstancias no es solo reflejo de sus peculiares maneras de ejercer el cargo que le toca en cada momento. En buena medida es la manifestación de un estado de cosas que ya no da para mucho más a la espera de que llegue la marea Podemos.
El miércoles, la Generalitat y el independentismo recibieron la noticia de que la Junta de Fiscales avalaba la intención querellante de su superior jerárquico, Eduardo Torres Dulce, con una diversidad de acentos de satisfacción mal disimulados. El procedimiento abierto contra Mas, Ortega y Rigau confirma al soberanismo que los poderes centrales del Estado constitucional no cuentan con otro tipo de respuesta a sus demandas. Ello cuando están seguros de que la iniciativa se empantanará en una sucesión de imputaciones y recursos que en ningún caso desembocará en un proceso judicial capaz de interferir en el proceso soberanista, más que a favor de los directamente concernidos por la querella.
Poco importa que la Fiscalía adscrita al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña emitiera un informe desfavorable a la querella criminal, al tiempo que censuraba la falta de lealtad institucional que Artur Mas habría mostrado al sortear las resoluciones del Tribunal Constitucional suspendiendo el 9-N, que podrían ser equívocas sólo en cuanto a su derivación penal. La actuación de la Fiscalía no serviría para reconducir la ‘vía catalana’ hacia el cumplimiento estricto de la legalidad, ni para corresponder a esa mayoría de ciudadanos que el 9-N eludieron participar en la simulación de una consulta. Respondería a obligaciones institucionales que nada tendrían que ver con la oportunidad política ni con la conveniencia de satisfacer tales o cuales necesidades de uno u otro sector de los votantes potenciales. Pero los va y vienes, los dimes y diretes antes de la querella formalizada nada menos que once días después del 9-N ponen en entredicho la división de poderes en el funcionamiento del Estado de Derecho.
La querella contra quienes, desde el gobierno de la Generalitat, pudieron auspiciar ilegalmente la celebración del 9-N sirve para obviar una lectura crítica del resultado obtenido en las urnas de cartón. Artur Mas cumplió su promesa de que se votaría sobre el estado propio y la independencia de Cataluña. Nada mejor que verse objeto de una querella para entonar el discurso épico que los convergentes que se han desecho de Pujol precisan para refundarse, confrontar a ERC y emplazar a Unió a que se decida de una vez entre el ‘si’ y el ‘no’. La pena de un más que improbable banquillo judicial sería la gloria de la sobreactuación del soberanismo institucional. Los precedentes no invitan a imaginar un ‘Estat Catalá’ escrupulosamente equilibrado entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. Porque la quimera independentista trata de hacerse realidad mediante un poder único.
KEPA AULESTIA, EL CORREO – 22/11/14