FERNANDO VALLESPIN-EL PAÍS
- A la vista de la esquizofrenia de la política ―la política como espectáculo y la política como gestión―, casi parece como si los liderazgos fueran los fusibles que hay que ir quemando para mantener en marcha el sistema, las víctimas sacrificiales que inmolamos en el altar de la siempre presente discordia pública
La política es una profesión de riesgo. No entiende de escalafones ni se deja programar. Quien a ella se dedica, al menos en sus peldaños más altos, debe enfrentarse siempre a la más cruda de las contingencias. Un día se está en la cima de la popularidad para casi sin solución de continuidad caer después en el ostracismo público. Es también una máquina de picar carne. Basta que un político sobresalga para que se focalicen sobre él todos los humores sociales. El político es el chivo expiatorio ideal de nuestra sociedad de la queja, el destinatario inmediato de nuestro malestar. Piove, porco governo! Si me va mal en la vida debe haber un culpable. Todas nuestras miradas se dirigen entonces hacia Sánchez, Iglesias, Feijóo o quienquiera que encarne un liderazgo público.
Bien pensado, todo esto que ocurre en la política no es más que el reflejo del tipo de sociedad en el que estamos instalados. Necesitamos héroes y villanos, pero una de las características de lo político consiste precisamente en que el héroe de unos es el villano de otros. No podemos escaparnos de su sujeción universal al conflicto amigo/enemigo, nosotros/ellos. Con un giro de tuerca que lo hace aún más cruento: esa distinción se traslada muchas veces al interior de las propias organizaciones. Saturno devora a sus hijos. Pregúnteselo a Rivera o Casado. No hay piedad para quien pierde pie.
Ni el más mínimo sosiego. Todo discurre a una velocidad de vértigo. No existen mecanismos de estabilización que no pasen por adaptarse al dinamismo radical que impone esta “sociedad de la aceleración”, como la denomina el sociólogo alemán Hartmut Rosa. En el caso de la política se trata además de una aceleración aún más acelerada, de una turbopolítica. Su lógica ha sido engullida por la de los medios de comunicación y las redes sociales, tan dependientes de la apoteosis por la novedad, por lo noticiable. El tranquilo devenir de la vida ha sido sustituido por la necesidad de renovar cotidianamente lo ya conocido, por sujetar la realidad a los requerimientos de la economía de la atención, de la sorpresa y la excitación permanente. Para desesperación de los expertos en comunicación, no hay forma de alimentar a este nuevo monstruo ávido de novedades que nos ha contagiado a todos. ¿Recuerdan cuánto duró la “nueva política”? Ahora aparece envejecida y pasadita, como pronto ocurrirá con los nuevos liderazgos. Cronos también devora a sus hijos.
Con todo, hay otra política que consigue sobrevivir con cierta placidez, la política como administración. La gestión no se interrumpe ni envejece, y quienes a ella se dedican lo hacen libres de algaradas, de manera sorda y constante. No es inmune a la crítica o las discrepancias, pero aquí suele adoptar otros modos. Su observación se hace de forma más pausada. Y su carácter más técnico la hace inmune a la descalificación grosera, aquí es casi imprescindible saber de qué se habla, argumentar. A la vista de esta esquizofrenia de la política ―la política como espectáculo y la política como gestión―, casi parece como si los liderazgos fueran los fusibles que hay que ir quemando para mantener en marcha el sistema, las víctimas sacrificiales que inmolamos en el altar de la siempre presente discordia pública. Lo que ya no se comprende tanto es cómo puede haber gente dispuesta a dedicar su vida a ello, cuáles sean los incentivos de un protagonismo tan fugaz, cruento, y tan sujeto al albur de las nuevas dinámicas. Pero esto ya sería para otra columna.