IÑAKI UNZUETA / Profesor de sociología de UPV-EHU, EL CORREO 07/02/14
· La perspectiva vascocéntrica del mundo conduce a un concepto reaccionario de patria en la que el paisaje juega un papel esencial.
En octubre de 2010, cuando a la sazón Patxi López era lehendakari del Gobierno vasco, Joseba Egibar y otros dirigentes del PNV de Gipuzkoa publicaron Batu Gaitezen, un artículo en el que afirmaban que en el País Vasco tenía lugar «una estrategia de Estado ‘normalizadora’ sustentada por la acción de un Gobierno vasco que no cree en el pueblo que representa. Un Gobierno vasco que orienta su estrategia a la desfiguración de la identidad del Pueblo Vasco, de su autogobierno y de su sistema institucional».
De este modo, Egibar identificaba la categoría del no-nacionalismo, monopolizaba los sentimientos de pertenencia al país, se erigía en la salvaguardia de la identidad vasca y proponía la unión de los vascos auténticos (batu gaitezen) frente a los advenedizos que habían osado gobernar. Alexander Solzhenitsin decía que, «si quisieras cambiar el mundo, ¿por dónde empezarías? ¿Por ti o por los demás?». Para Egibar, no existe ninguna duda: por los demás. En definitiva, en Batu Gaitezen subyacía un concepto de «comunidad del pueblo», una suerte de entidad biopsicológica resultado de una lengua, costumbres, vida y pensamiento propios, un sujeto colectivo transhistórico constituido por vascos auténticos que mantienen unos lazos afectivos más fuertes que los habituales de las meras relaciones jurídicas del Estado de Derecho.
Si la comunidad del pueblo es el origen y el destino del nacionalismo, el folklore es el saber del pueblo y la recuperación de tradiciones y la revitalización de ese saber popular expresado en canciones, danzas, instrumentos y artesanía, constituye una de sus tareas más entusiastas. El objetivo es la búsqueda de «supervivencias», ideas fosilizadas (costumbres, ritos y prácticas de la vida tradicional), huellas en estratos profundos de un tiempo pasado que nos remiten al pueblo primitivo, a los campesinos y sectores no integrados en la sociedad industrial.
Así, la víspera de Santa Águeda es una «supervivencia» en la que antiguamente unos mozos ataviados con kaikus, txapelas, abarcas, palos, cestas y farol, cantaban a las puertas de los caseríos y hacían una cuestación. Por ello, después de Batu Gaitezen, el paso consecuente de Egibar y otros dirigentes del PNV de Gipuzkoa, como la presidenta del Parlamento vasco, Bakartxo Tejería, era celebrar Santa Águeda para fundirse con el pueblo y mostrar que el calor de la lumbre hogareña es el mejor antídoto para hacer frente al frío que soporta el ciudadano solitario. W.G. Sebald señalaba a propósito de la primera escuela literaria de Jean Améry, suicidado en Salzburgo después de sobrevivir a Auschwitz, que «preconizaba un concepto reaccionario de patria cuyo eje era la relación inmediata del austríaco con el paisaje que lo circundaba». Sebald trae a colación al líder del austrofascismo Guido Zernatto, el cual decía: «Para los nacionalsocialistas existe la ley de la sangre, para los austríacos la ley del paisaje». La perspectiva vascocéntrica del mundo conduce también a un concepto reaccionario de patria en la que el paisaje juega un papel fundamental. En la estrecha relación del vasco con la naturaleza está muy marcada la imagen del caserío solitario al fondo de un valle bucólico o el contraste de la verde pradera con el azul del mar. En las obras más celebradas de nuestro literato más internacional, en un idílico valle se encuentra el caserío familiar que acoge a baserritarras felices que protegen los viejos valores del mundo rural.
A medida que se producían las quemas de libros y el boicot a los judíos, Améry despertó del sueño y se agarró con esperanza a la filosofía de Schlick y Wittgenstein. Sin embargo, ya era demasiado tarde, el traje regional se había extendido a Viena y todo estaba perdido: «El sueño de los Alpes, hacía tiempo soñado, se revolvía como pesadilla de los Alpes sobre la capital». Poco antes del Anschluss, de la anexión al Reich, Améry recuerda cómo al canciller Kurt von Schuschnigg le gustaba mostrarse en público en traje tirolés de loden y cuero. A partir de ahí, Améry ya no se sentía en su casa, pasó a llamarse Hans Israel Mayer y dejó de pronunciar el vocablo «nosotros». Pudiera estar en lo cierto el pintor Strauss cuando decía que «el mundo es una disminución progresiva de la luz», y aunque el traje regional pase a formar parte del atuendo de alguno de nuestros políticos, pienso que la sensatez del lehendakari y la dignidad de su cargo nos privará de escenas vergonzosas a las que podríamos estar sometidos.
IÑAKI UNZUETA / Profesor de sociología de UPV-EHU, EL CORREO 07/02/14