Si resulta que hay asociaciones de víctimas próximas a un determinado partido y otras a otro, si se pone de relieve que tales entidades se transforman en correas de transmisión de las maniobras del poder y de la oposición, si surgen las sospechas, los celos y los favoritismos, habremos ensuciado la memoria de los que cayeron abatidos por la barbarie y el fanatismo.
Aunque la Constitución asigna a los partidos un gran protagonismo en la vida pública, eso no significa que estas organizaciones deban monopolizar cualquier debate sobre cuestiones que afecten directamente a las instituciones, a la convivencia o al bienestar común. La política abarca un espacio mucho más amplio que el cubierto por los partidos y la sociedad debe disponer de otros instrumentos de afloramiento y estructuración de las inquietudes, las reivindicaciones y los deseos de los individuos y grupos que integran la colectividad. Sin embargo, estamos asistiendo en España a una progresiva invasión de todos los ámbitos del acontecer público por parte de las siglas partidistas, con el consiguiente deterioro de las relaciones interpersonales y la pérdida de eficacia de muchas iniciativas que por su misma naturaleza han de tener un carácter ideológicamente transversal.
Los ejemplos de este inquietante fenómeno se multiplican sin que ninguna voz sensata se alce con fuerza suficiente para detenerlo. Si bien los síntomas vienen apareciendo desde hace tiempo, la eclosión de la patología en cuestión se ha producido en relación a las asociaciones de víctimas del terrorismo. En la reciente manifestación convocada por la AVT, las agresiones y los insultos recibidos por dirigentes del Partido Socialista han reproducido especularmente el mismo bochorno que los españoles decentes sintieron durante los tres días comprendidos entre el 11-M y las últimas elecciones generales. Si resulta que hay asociaciones de víctimas próximas a un determinado partido y otras a otro, si se pone de relieve que tan altruistas y humanitarias entidades se transforman en correas de transmisión de las estrategias y las maniobras del poder y de la oposición, si surgen incontenibles las sospechas, los celos y los favoritismos, si la parcialidad envenena lo que no ha de dejar en ningún momento de defender un interés general, habremos empobrecido intolerablemente la dimensión ética de nuestro país y ensuciado la memoria de los que cayeron abatidos por la barbarie y el fanatismo asesino.
En el rico y activo tejido civil que en el País Vasco ha impulsado numerosas plataformas de lucha por los derechos humanos y las libertades frente al nacionalismo étnico y su brazo criminal, también demasiado frecuentemente se asocia a esta o aquella fundación o a este o aquel foro a un partido concreto, con lo que se esterilizan los nobles esfuerzos de miles de ciudadanos de buena fe, dispuestos a anteponer una causa que consideran trascendente a sus legítimas preferencias en el campo de la confrontación electoral.
Hemos de aprender a distinguir la politización del partidismo. La primera resulta inevitable, e incluso saludable; el segundo, llevado indiscriminadamente a todos los órdenes de la civilidad, destruye las bases de la cohesión nacional y siembra la división fratricida.
Aleix Vidal-Quadras, LA RAZÓN, 26/1/2005