Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

  • Si de verdad buscan redimirse y resarcir a las víctimas, los exmiembros de ETA tienen la obligación cívica de hacer algo más que cumplir una pena de cárcel

En su reciente obra ‘El tiempo del testimonio’, María Jiménez Ramos recoge los resultados de un interesante experimento con 225 jóvenes universitarios. Primero, se certificó su grado de conocimiento e interés acerca de ETA y sus víctimas. Posteriormente se les expusieron las historias de cinco damnificados por la banda. Por último, se repitió el cuestionario. Así, se comprobó que estos testimonios habían tenido un considerable impacto en la mayoría de los alumnos, que mostraban más rechazo al terrorismo y mayor tristeza, compasión y empatía hacia las víctimas: ya no eran simples estadísticas, sino seres humanos con los que habían conectado.

No obstante, también se detectó un perfil minoritario de estudiantes que creían que el fin justifica los medios sangrientos y que estaban ideológicamente blindados ante el dolor ajeno: su opinión sobre los atentados de ETA no varió ni un ápice tras conocer a quienes los habían padecido. La ausencia de solidaridad revela que han sido o están siendo adoctrinados y que, si no se hace nada para evitarlo, pueden sufrir un proceso de radicalización de consecuencias nefastas.

Otras sociedades traumatizadas por la violencia política han tropezado con el mismo problema. Por distintos motivos, en Alemania muchos jóvenes autóctonos son incapaces de percibir a las víctimas de los neonazis como voces creíbles y autorizadas. Iniciativas como Exit-Deutschland han encontrado una solución: difundir el testimonio de ‘formers’: victimarios que no solo reniegan de su pasado, sino que también quieren cumplir una función social. Su relato biográfico ha demostrado ser un poderoso antídoto contra el racismo y los discursos del odio.

Tal y como sugiere María Jiménez, quizá sea hora de probar esa herramienta y llevar a las aulas a aquellos exetarras que han hecho una genuina autocrítica de su trayectoria individual y colectiva. El testimonio de antiguos miembros de esta y otras bandas terroristas puede convertirse en una pieza clave para los planes de prevención de la radicalización violenta que se están implementando en la actualidad.

Un proyecto así ya dispondría de cobertura. Hay que recordar que en marzo de 2021 el Consejo Vasco de Participación de las Víctimas del Terrorismo pidió que se integrasen testimonios de miembros de ETA arrepentidos en los centros educativos. Por descontado, es indispensable contar con ‘formers’ que se atrevan a dar un paso al frente.

Habrá quien objete que no tenemos derecho a demandar tal esfuerzo a los exintegrantes de ETA porque, cuando cumplen la condena que la Justicia les ha impuesto por sus crímenes, su deuda con el Estado de Derecho desaparece. Es cierto; pero, como leemos en el libro de Mario Calabresi ‘Salir de la noche’, quien ha cometido (o ayudado a cometer) delitos de sangre no solo adquiere una responsabilidad penal, sino también otra de índole moral. Y ésta no se extingue cuando sale de la cárcel, sino que se mantiene mientras perduren los efectos del terrorismo.

Si de verdad quieren redimirse y resarcir a las víctimas y a la sociedad en la que viven, los exmiembros de ETA tienen la obligación cívica de hacer algo más que cumplir sus penas. Han de poner de su parte. Por supuesto, no es sencillo. Requiere coraje. Como escribió Fernando Aramburu, «pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba».

Pero no sería una novedad. En nuestra historia reciente sobran los ejemplos de antiguos militantes de ETA que pidieron perdón, más que de palabra, de obra: se reinsertaron, ingresaron en partidos democráticos, se colocaron en primera fila en las concentraciones pacifistas, ayudaron a gestar el Pacto de Ajuria Enea, impulsaron el movimiento cívico, escribieron sus memorias sin obviar las páginas oscuras, colaboraron con periodistas e historiadores para que pudieran elaborar sus textos, dieron charlas, participaron en tertulias y debates, o contaron sus errores ante la cámara, como se ve en los documentales ‘Nacional I’ (Felipe Hernández Cava y Rafael Alcázar) y ‘Traidores’ (Jon Viar). Muchos de ellos pagaron un alto precio: la incomprensión, la hostilidad, las amenazas e incluso la vida.

Hoy no les pedimos tanto. Bastaría con que los exetarras se nieguen a ser instrumentalizados por el nacionalismo radical; señalen el paradero de los cuerpos de los desaparecidos; ayuden a resolver más de 300 casos de asesinato, muchos de los cuales están amnistiados o han prescrito; y den su testimonio en las aulas para deslegitimar el uso de la violencia. Nadie puede revertir lo sucedido, pero está en sus manos prestar un valioso servicio a la sociedad en general y a las víctimas del terrorismo en particular.