José María Ruiz Soroa-El Correo
La sociedad vasca se contempla complaciente. Tan pocos y tan mejores
Fue un privilegio, mejor dicho, dos privilegios de 1300 y 1310, los que propulsaron a Bilbao a su pujanza mercantil durante siglos. Lo cuenta bien Manu Montero en su historia de los bilbaínos. Primero fue el monopolio de comerciar sobre toda la extensión de la ría hasta el mar, sin que ninguna otra villa o lugar pudiera tratar en ella con bajel o nao algunos. Segundo, la obligación de que el camino que venía de Pancorbo hasta Bermeo pasando por Orduña (el camino de la lana y el hierro) transitara necesariamente por el vado de San Antón. Los bilbaínos se distinguieron durante mucho tiempo por su laboriosidad, su pragmatismo y su capacidad para aprovechar las oportunidades, cómo no, pero nacían al mundo de la mano de esos privilegios. Y los cuidaron, vaya que sí, zamacolada incluida cuando hizo falta.
Durante los siglos XVII y XVIII la Diputación del Señorío construyó con afán y detalle la justificación teórica de los privilegios del solar vizcaíno, sobre todo el que figura en el Fuero de que el Señor no tenga derecho a otros servicios, pedidos, alcabalas o impuesto que los ya existentes en 1452. La exención fiscal y las aduanas lejos de las costas, ambas necesarias por «la pobreza de la tierra», junto con la válvula protectora de la prohibición de establecerse a los foráneos carentes de hidalguía, consolidaron la supervivencia de una comunidad siempre al borde de la trampa malthusiana.
Cambiamos rápidamente de marco temporal: en 1878 se vienen de abolir las prebendas forales. Hay que integrar a las hasta entonces provincias exentas en la unidad constitucional de la Monarquía y, por tanto, deben pagar impuestos como los demás territorios. Crea así Cánovas un régimen transitorio y provisional para que las provincias vascongadas «entren en el concierto económico de España». Un régimen que, de la mano de los amigos políticos de Madrid, se convertirá en duradero y sobrevivirá a la República, a Franco y a la Constitución de 1978. Su teorización política como «derecho histórico» fue intensa, pero a lo que ahora nos interesa el «primer Concierto» entrañó un trato fiscal privilegiado para las provincias, que en los años cruciales del desarrollo industrial fueron paraísos fiscales para los empresarios. La acumulación originaria de capital se logró haciendo pivotar sobre los impuestos al consumo la totalidad de la carga impositiva. Y, aun así, los impuestos eran más bajos que en el resto de España y las diputaciones prestaban mejores servicios públicos.
Y llegamos al nuevo Concierto Económico de 1981, que goza hoy de espléndida salud y produce unas liquidaciones anuales del Cupo que sólo de portentosas pueden calificarse. Repitan conmigo: «Con un esfuerzo fiscal equivalente y para unas competencias homogéneas, el sistema foral vasco genera el doble de financiación por habitante que la media del resto de la nación». No vamos a las razones, sólo a los efectos: en 2017 recibía 4.887 euros/habitante de financiación por 2.396 el resto; en términos de riqueza recibía un 16,2% de su PIB, mientras que la media española era del 10,6%. Y así llevamos años: lo de «acumulación progresiva», en este caso de diferencia en financiación, lleva años funcionando a pleno rendimiento. Y eso se nota, vaya si se nota.
Se nota en ese Estado de Bienestar que existe en el País Vasco y que es cuantitativa y cualitativamente superior al del resto del país. Claro, desde luego, no se me enfaden… también es porque somos más laboriosos y mejores gestores que otros, desde luego, pero lo del privilegio financiero ayuda. Bastante. Mucho. Años y años con una balanza fiscal neta positiva a pesar de que el País Vasco es región del grupo de las ricas y normativamente deficitaria por ello en un régimen de redistribución territorial. Se nota también en la satisfacción complaciente que la sociedad vasca exhala cuando se contempla: está encantada de haberse conocido, como titulaba Jose Luis Zubizarreta hace días. Y no es para menos: tan pocos y tan mejores.
Max Weber teorizó hace tiempo que la identidad es también (no sólo es eso, ni es esencialmente eso, pero lo es también) una «estrategia de grupo para conseguir un cierre privilegiado en sus relaciones con otros grupos humanos en competencia». En el caso de Vasconia esa estrategia ha sido exitosa a lo largo de los siglos y sigue siendo altamente remuneradora en la política actual. De manera que ambos términos, conceptual y culturalmente diversos, han venido a fundirse indisolublemente: ser vasco en España consiste en disponer de un estatus superior, pero, al mismo tiempo, en no tener conciencia de sus causas materiales sino imaginarlo como fruto del valor y del esfuerzo colectivo. Si nos va bien es porque somos como somos, y en esa forma de ser no existe ni asomo de privilegio, faltaría más.
Naturalmente, ya lo sé, de todo esto no puede hablarse en unas elecciones. Son pensamientos que verbalizados llevan al suicidio a cualquier político. Pero como no me presento a ellas, me permito recordarlo. No sea que se nos olvide.