IÑAKI EZKERRA-EDL CORREO

  • De todas las doctrinas, salvo el epicureísmo: enseña solo el disfrute sin excesos

Yo es que siempre me he sentido muy comunero». Me lo dijo con la sonrisita traviesa de quien confiesa una simpática debilidad que espera encontrar en ti un seguro cómplice. «Pues no, la verdad -pensé-, te conozco desde el colegio y nunca me habías informado de ese sentimiento, que -imagino- tiene que ver, más que con la ideología, con el dicho de ‘a la vejez viruelas’». La confesión de mi amigo puede tener infinidad de variantes: «Yo cada vez soy más bonapartista» o «más jansenista» o «más splengeriano».

Uno es indulgente con los signos de deterioro mental de la edad. Pero no deja de chocarme ese afán de ‘convertirse a algo’ -a algo político, a algo filosófico, a algo religioso…- que observo en algunos colegas de mi quinta generacional y que no sé si tendrá que ver con los efectos malignos del covid, del confinamiento, del miedo, de una espiritualidad perturbada o de la necesidad de hallar un sentido a la vida que ven que puede acabarse. Y es que a uno le sucede lo contrario. A mí es que me parece que sumar años invita a despojarse de la carga, la hojarasca, la morralla de las creencias, ideas o supersticiones que uno abrazó demasiado alegremente en la juventud y sin verdadera reflexión.

No hablo de principios básicos que, al revés, creo que se van haciendo más sólidos, sino de etiquetas, de carnés existenciales en el fondo accesorios por postizos o redundantes. A los veinte años uno experimenta la necesidad de convertirse, afiliarse, apuntarse a lo que sea para reafirmarse. Recuerdo al amigo que se hizo un perfecto maleducado por nietzcheano. Le parecía que dar las gracias o los buenos días era un intolerable signo de debilidad pequeñoburguesa. Recuerdo a otro al que le dejó una novia recién convertida al psicoanálisis. Lo primero que aprendió en el diván es a «saber decir no». Decía «no» a todo. O sea que se volvió insoportable. También recuerdo a una tía mía que gozaba contando casos de gente cercana que se había hecho hinduista, testiga de Jehová o de cualquier otra confesión que le imponía un severo régimen en la alimentación o la vestimenta. Sus relatos siempre acababan con una coletilla: «Es que le obliga su religión». Yo creo que a ella le ponía eso de que la religión le obligara a alguien a privarse de algo o a hacer cualquier estupidez.

La verdad es que lo que uno no ha dejado de ser hoy políticamente, lo es, más que por convicción, por descarte de otras feas opciones. Y, de todas las doctrinas sobre la vida, la que salvaría sin duda es el epicureísmo, precisamente por lo poco ambiciosa que a uno le parece. Enseña sólo el disfrute sin excesos para que dure el mayor tiempo posible. No es poco. A veces sospecho que el resto es barbarie.