IGNACIO CAMACH-ABC

EL viejo adagio de que en política no basta tener razón sino que te la den se ha transformado, en tiempos de la posverdad, en que lo importante es que te den la razón aunque no la tengas. En esos términos se ha planteado la actual lucha por la hegemonía en el centro-derecha, donde la percepción del conflicto catalán y del modo de abordarlo está volcando las encuestas. Cataluña se ha convertido en el factor esencial de decisión de voto, muy por encima de cualquier otro problema, y ésa es la principal causa del cada vez más patente corrimiento de tierras. En el bando constitucionalista ganará el partido que mejor encarne ante el electorado la creciente demanda de posiciones de firmeza, y en ese sentido Ciudadanos ha tomado ventaja –con discutibles actitudes de oportunismo facilón– sobre un marianismo que hasta ahora ha desoído las evidentes señales de alerta. Las que empezaron en octubre con aquel inédito despliegue de banderas.

No se trata sólo de escuchar el clamor creciente de los votantes hartos de las provocaciones del proceso, sino de darse cuenta de lo que está en juego. El desafío nacionalista, que Puigdemont acaba de renovar con un presidente interpuesto –el vicario Torra–, afecta a la concepción misma de España como proyecto. El separatismo no sólo busca la independencia; pretende –lo dijo Joan Tardá durante la revuelta de octubre y está en las actas del Congreso– destruir el modelo constitucional español y volar sus cimientos. Por eso siempre ha contado con la simpatía más o menos explícita de Podemos. Y por eso el combate integral –político, judicial, social, diplomático, intelectual– contra ese reto constituye una exigencia del Estado entero. Pero lo tiene que liderar el Gobierno, con coraje, energía y pulso resuelto, sin permitir ni por un momento que parezca que la amenazada cohesión nacional le importa menos que los Presupuestos.

Es una tarea tan difícil como prioritaria porque, además de consenso, requiere el ejercicio de una noción tan estigmatizada como es la de la autoridad democrática. Y frente a un bloque secesionista de tenacidad contrastada para reconstruirse haciendo del victimismo una estrategia, un arte y un arma. Sin embargo, lo único que no se puede hacer es nada. La derecha contemporánea, que ha demostrado en el plano económico una razonable eficacia, tiene pendiente la recuperación de su seña ideológica fundamental, que es un concepto moderno, digno y desacomplejado de la patria. El único elemento positivo del golpe soberanista fue el resurgimiento de esa identidad sentimental y política de una manera espontánea, pero esa corriente de españolidad reactiva necesita una propuesta institucional, audaz e inteligente, que se atreva a representarla. El futuro inmediato será de quien sepa entender que la cuestión catalana es, en realidad, la clave de este modelo de convivencia que llamamos España.