JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Los insultos en política distraen, por estentóreos, de esas prácticas torticeras que son las que deterioran la calidad y credibilidad de la democracia

Pasado mañana, día 6 de diciembre, la Constitución cumplirá cuarenta y cuatro años. Se acerca a sus bodas de oro. Fecha oportuna para las reflexiones que irán haciéndose estos días desde las más variadas perspectivas. No es preciso ser adivino para predecir que en ellas se entrelazarán sentimientos de nostalgia y añoranza. No porque la Carta Magna haya envejecido y pida para sí el trato respetuoso que su edad merece, sino porque las circunstancias invitan, más que a la complacencia, a volver la vista al pasado en busca de un cobijo en que refugiarse. La coincidencia del aniversario con las convulsiones que agitan la política habrá ayudado, sin duda, a agudizar esos sentimientos.

Esa mirada al pasado, del que somos ya tantos los que abrigamos un vivo recuerdo cuantos los que sólo lo conocen de oído, se desdobla, sin quererlo, en dos escenarios -la Constitución y la Transición-, que, aun distintos, comparten tiempo y espíritu, y no pueden vivir sin que sus memorias se entrecrucen. Y, si por la Constitución iniciamos en su relación con la política actual, lo que aquí interesa destacar no son sus ocasionales incumplimientos, cuya existencia toca a los tribunales desvelar y corregir, sino ese astuto modo de operar que el poder ha desarrollado para, en lugar de esmerarse en actuar lealmente según sus preceptos, trampear arteramente para manejarse por entre sus huecos y salirse siempre con la suya. Se salva, sí, la letra, pero a costa de pasar por alto, al mejor estilo farisaico, el espíritu.

Seleccionaré unos pocos ejemplos, que continúan, en el presente, la línea descendente que empezó al poco de aprobarse la Carta Magna. El denominador común consiste en elevar lo no prohibido a práctica consagrada. Así, el ninguneo que sufre el Legislativo por parte del Ejecutivo es ya tan común, que a nadie alarma. Lo mismo cabe decir de la conversión de la excepción en norma, cuando, con el abuso del decreto ley, se esquiva la deliberación y el reposo que piden las leyes. Vale también para la sustitución de los proyectos por proposiciones de ley, cuyo único fin es evitar los preceptivos dictámenes que aquellos demandan. Y, por terminar, la apropiación de las facultades propias del Legislativo por parte del Ejecutivo, por ejemplo, en el proceso de elección de los vocales del CGPJ, en el que las Cámaras se han resignado a jugar el papel de mudos espectadores. Son costumbres no vetadas por la letra de la Constitución, pero minan su espíritu. Al adoptarlas, se desprecian las oportunas convenciones constitucionales -los usos y costumbres que cubren los vacíos del sistema-, con lo que la arbitrariedad y el autoritarismo discurren a sus anchas y la ambición de poder gana terreno a la democracia. El argumento que suele esgrimirse de que «todos hacen lo mismo», lejos de justificar nada, sólo sirve para convertir el error del pasado en norma del presente y del futuro.

Difícil resulta decidir si más o menos grave que lo anterior es la corruptela de la colonización de las instituciones por parte del Poder Ejecutivo. No se libra ni una. Desde las más terrenales, como ese enjambre de organismos que el sistema preveía que fueran neutrales, hasta las más sublimes, como el CGPJ o el TC, a través de las cuales se ven afectados el Poder Judicial y el sistema en su conjunto. Se llega al extremo de que leyes impulsadas por el Ejecutivo con evidente voluntad retrospectiva logran desmontar, pieza a pieza, sentencias de los más altos tribunales, como ocurre con la abolición de la sedición y la eventual reforma de la malversación. Se desciende por pendientes que, por librarse del sambenito de profeta de catástrofes, no osa uno decir que se precipitan hacia el abismo.

Estas prácticas paraconstitucionales han ido frustrando la esperanza que prendió en la Transición. Aquella búsqueda del acuerdo entre diferentes y de la transversalidad, que, por encima de poderes particulares, se persiguió y, en gran medida, se alcanzó, aborrece de cualquier polarización excluyente y desmiente toda interpretación que quiera calificarla de cambalache de mezquinos intereses. Y, visto cómo se han desarrollado las cosas, nadie podrá reprochar a quien esto escribe que la nostalgia le haya cegado la vista en este poco condescendiente análisis de la realidad. No es la edad, ni la mía ni la de la Constitución, la que impone una visión sobrecargada de añoranza. Son, por desgracia, los hechos constatables los que desnudan las trapacerías del poder ante los ojos de una opinión pública desengañada. ¡Si la conmemoración sirviera, al menos, para recobrar aquel encomiable espíritu y aquella confianza nuestra hoy frustrada!