ABC 08/05/14
DAVID GISTAU
En cierta ocasión, el crítico teatral del «Times» fue obligado por su editor a cubrir el estreno de una obra que él consideraba menor e indigna de recibir un certificado de existencia. Su venganza fue una pieza de apenas dos renglones en la que, después de informar del estreno, tan sólo agregó: «¿Por qué?». Hay sesiones de control que podrían despacharse de idéntico modo. Al cronista le bastaría con informar de que tuvo lugar en el Parlamento ayer a las nueve de la mañana, y preguntarse luego: «¿Por qué?». Lo malo es que esto ocurre con tanta frecuencia, y con tantos escaños desocupados, y con tan escasos periodistas en la tribuna, y con tal falta de pasión en los automatismos retóricos, que uno empieza a temer estar asistiendo, en el crepúsculo de tantas cosas, a la agonía de un género parlamentario sobre el cual fermentaron escritura periodística los comentaristas clásicos. En mañanas como la de ayer, el Parlamento parece un vetusto ateneo en el que personas desconectadas de la calle sostienen sin nervio estériles discusiones que no interesan a nadie. El ágora de nuestro tiempo ha quedado definitivamente desplazada a las tertulias de televisión, donde la discusión se avillana. En el hemiciclo, el tedio hace prisioneros.
Adóptese como ejemplo el intercambio entre Durán y Rajoy. Otra vez el derecho a decidir contra las fronteras constitucionales. La reiteración. Las frases mecánicas. El atasco argumental. Hasta los oradores, una vez que han concluido, parecen aliviados por haberse sacado de encima el peñazo que les libera el resto de la jornada, aunque sea para consultar en el patio los carteles de San Isidro. Si es así, ¿por qué? ¿Por qué no habernos quedado todos desayunando tranquilamente en casa o en la cafetería habitual, en vez de fingir trascendencias sin convicción?
Rubalcaba, en el contexto electoral, no pretendió tanto reñir con Rajoy como exponer una reflexión sobre los riesgos de que las fórmulas de recuperación partan Europa en dos mitades, de las cuales la meridional quedaría precaria de derechos y calidad del trabajo. Sí forzó algo más a Rajoy cuando le dijo que esa cola del paro a la que el presidente iba a fotografiarse cuando estaba en la oposición no se vacía excluyendo desempleados de las estadísticas, sino creando puestos de trabajo. En este sentido, buena parte de la sesión fue un ejercicio panglossiano en el que los oradores del PSOE trataron de arruinarle al Gobierno la fábula del mejor de los mundos posibles habida cuenta de la herencia recibida. El PSOE asume el riesgo de sostener un discurso fatalista, negador, como si los escuálidos síntomas de recuperación no fueran sino un contratiempo táctico. Ahí precisamente fue donde la vicepresidenta, en respuesta a Soraya Rodríguez, intentó hacer daño: «Cuanto mejor le va a España, peor le va al PSOE». Fue una nueva muestra de la inversión de papeles. Si Zapatero, cuando el PP lo sometía a desgaste, dijo que hablar de la crisis era «antipatriótico», lo mismo dice el PP ahora que está en La Moncloa para desacreditar al que niegue la recuperación. Que al PSOE le va mejor cuanto peor le vaya a España. Exactamente lo mismo reprochaba el gabinete de Zapatero al PP que en la oposición profería augurios apocalípticos.