EL MUNDO, 02/05/13
XAVIER REYES MATHEUS
· El autor defiende este concepto sociopolítico y cree que su columna central se asienta sobre la ética
· También lo define como la esencia, presencia y potencia que exhibimos ante la comunidad internacional
LA FIESTA del 2 de mayo, que hoy se celebra, renueva en los discursos el tema de la nación, que ya parece, en un planeta interconectado y multicultural, una idea trasnochada. Más aún: su reivindicación suele remitir al sectarismo de las arengas nacionalistas, anacrónicos viveros para la supervivencia del racismo, de la intolerancia religiosa y del mesianismo. Si uno no es un iluminado, poseído por la idea delirante de una elección providencial o de un destino místico, es probable que prefiera «pertenecer al mundo» y mantenerse a prudencial distancia de cualquier forma de adscripción nacional. Y, sin embargo, quizá ahora más que nunca urge que nos garanticemos un espacio de acción ciudadana y de desarrollo sociocultural en medio de ámbitos cada vez más vastos, donde, por contraste, los individuos tendemos a hacernos también más pequeños e insignificantes.
Ciertamente, la nación no puede articularse hoy en torno a criterios de raza o de religión. Todo lo simbólico, además, ha sido desacralizado por una historiografía que, con gran sentido crítico, ha puesto de manifiesto la forja romántica de las épicas, de las liturgias patrióticas, de las conmemoraciones y los estandartes. Para cuando Samuel Huntington se preguntó «¿Quiénes somos?», buscando dar cuenta de lo que quedaba de la singularidad histórica de Estados Unidos, las culturas nacionales aparecían ya definidas como meras representaciones: la de ellos, la nuestra, todas, eran «comunidades imaginadas». Pero, sin perjuicio de esa evidencia, seguíamos constatando que, como sucede con las palabras (simples signos que el acuerdo colectivo dota de significado), la imagen mental que damos a nuestra propia realidad no es sólo ideología, sino auténtico sentido en dos distintas acepciones: codificación de la vida según nuestros particulares recursos intelectuales y sensibles, y orientación que tomamos, de acuerdo a esos códigos, para buscar el camino correcto y la realización de nuestra existencia.
Por eso, si la cultura es un cimiento plantado sobre las movedizas arenas del cambio y del pluralismo, la verdadera columna central de la idea de nación es la ética. Entendida como elaboración social e histórica del bien común, la nación aporta a la ley y a la autoridad el fundamento decisivo para ponerlas al servicio de causas justas. Sin ella, el Estado y el Derecho serían superestructuras deshumanizadas, cuya razón se agotaría en la eficacia que ambos rindan como instrumentos del poder. Al mismo tiempo, el encuentro de la nación en torno a unos valores compartidos es una condición necesaria para la gobernabilidad. La deriva anárquica de una política según la cual nada representa a nadie está condenada a concluir que cualquier cosa podría representarnos, y que podríamos ser gobernados en nombre de los principios más estrambóticos, sacados de la chistera de cualquier demagogo.
El individuo es, sin duda, el principal sujeto de los derechos y el que debe tener la mayor responsabilidad sobre sus obras, pero una de las ventajas de la nación es que supera moralmente a sus integrantes. Ello no implica ninguna espiritualización de lo nacional, ni una dualidad maniquea que diferencie la virtud de los ciudadanos de la de su conjunto: ésta compendia, en todo caso, la de aquellos; pero es imprescindible que exista bajo la forma de un orden superior. Hasta hace relativamente poco, ambos planos se hallaban delimitados por la distinción de lo privado y lo público: la moral de cada quien era la que era cuando se entraba en casa, pero de puertas afuera se hacía necesario acomodarse al consenso sobre lo conveniente y lo inadmisible. Hoy, la vida de todos se ha abierto, vía foros, blogs, Twitter, You Tube, Instagram, redes y realityshows, a la dimensión pública. Esta última ha perdido su auctoritas y, lo mismo que le ha ocurrido a la letra impresa –aquella antigua insignia de lo público–, nadie la ve ya como emanación de un proceso reflexivo, sino como algo que brota de cualquier parte. Pensemos, por ejemplo, en? los comentarios que se hacen al pie de las noticias y los artículos en las ediciones digitales de los periódicos. Un simple vistazo nos revelará que absolutamente todo está sometido a las valoraciones más extremas; que ante la mayor desgracia siempre habrá quien se alegre; que los personajes más abyectos siempre encuentran seguidores; que, analizando un problema de enorme y evidente trascendencia, no faltan nunca los que se pierden en detalles ridículos, sin la menor importancia para cualquier mente sensata. Y todas las opiniones concurren a la palestra pública con el mismo tratamiento, al mismo nivel, con idéntica tribuna.
ASÍ LAS cosas, a la pérdida de la vida privada se suman los efectos de privatizar la moral pública. El remedio posmoderno para esa desintegración ha sido la corrección política, hecha toda de eslóganes. Podría replicarse que, en su intento por forjar la conciencia nacional, nuestros primeros liberales distribuían «catecismos patrióticos», llenos de afirmaciones dogmáticas. Pero el ideal ético de nación, por imperfecto y cuestionable que fuese, ponía en manos de sus prosélitos un elemento que daba cohesión a la conducta: la dignidad. «–Decidme niño, ¿cómo os llamáis?», preguntaba uno de aquellos catecismos, redactado durante la Guerra de la Independencia, y respondía: «–Español». «–¿Qué quiere decir español?», continuaba, y he aquí el objeto de todo: «–Hombre de bien». La dignidad, concepto heredado del cristianismo y de la concepción caballeresca del honor, se transformaba ahora en dignidad –constitucional– de ciudadano, que a su vez consistía en dignidad –nacional– de español; y era en virtud de ambas que el compromiso ético cobraba sentido. Por el contrario, las consignas de los políticamente correctos vacilan en una incoherencia lamentable, sin dar forma moral a un tipo de individuo; sin otra razón ni estructura que las modas hueras y los buenismos vagos.
Finalmente, la nación no es sólo una forma de imaginarnos, sino la esencia, presencia y potencia que exhibimos ante la comunidad internacional. La empresa de un pueblo que nace y se agranda no se cumple en reinos de leyenda, sino en un territorio que da a nuestra vida social la entidad y la contundencia de un fenómeno geográfico –y casi geológico. Desmembrarlo o confinar el Estado a los límites de una región es exponerse a sufrir la suerte de los países cuyas autoridades son consideradas de opereta; cuya economía se juzga especulativa y dependiente; cuyos ciudadanos se perciben como una versión devaluada de sus vecinos más poderosos; y cuya calidad de vida da en cierto modo la razón a Bakunin cuando decía que los Estados pequeños sólo son virtuosos porque son débiles.
Xavier Reyes Matheus es secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.