Por qué hubo II República y no habrá III

EL CONFIDENCIAL 10/06/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

El hombre que el 15 de noviembre de 1930, desde el diario El Sol, concluía su largo artículo titulado El error Berenguer con la sentencia Delenda est Monarchia, no era un revolucionario de izquierdas, sino José Ortega y Gasset, representante de la derecha moderada, intelectual y europeísta del primer tercio del siglo pasado. La destrucción de la Monarquía de Alfonso XIII que propugnaba el entonces joven filósofo aglutinó pocos meses después a Gregorio Marañón y a Pérez de Ayala, entre otros, en la Agrupación al Servicio de la República (10 de febrero de 1931), que terminó proclamándose el 14 de abril de ese mismo año. También la izquierda intelectual ateneísta de Manuel Azaña pinzaba al régimen de la Restauración, entre el fervor de un proletariado español extensísimo harto hasta la náusea del sistema clientelar de los partidos de turno en el gobierno, conservador y liberal.

El Rey, desavisado de lo que ocurría en el país –un hombre desconcertado y permanentemente adulado– se entregó, como lo hicieron partidos y sindicatos, a la dictablanda de Miguel Primo de Rivera en 1923 y quiso componer el entuerto en 1930 con un Gobierno dócil e insustancial que le condujo, a la postre, al exilio. La II República tuvo un impulso popular, respondió a un retraimiento absoluto de los monárquicos –que fueron desleales con el Rey porque no le criticaron ni le ayudaron– y alentó transversalmente de la izquierda a la derecha intelectual.

Sorprendente pero cierto: el primer presidente de la II República fue Niceto Alcalá Zamora, ministro antes con Alfonso XIII. Y nada mejor que leer ahora Así cayó Alfonso XIII (1962) de Miguel Maura –de estirpe conservadora, aunque ministro en el primer Gobierno republicano– para comprender por qué y cómo se vienen abajo los regímenes. Tesis sostenida por un eximio representante de la derecha liberal republicana que pronto comenzó a cabecear con el “no es esto, no es esto”. Luego de aquel lamento orteguiano estalló la Revolución de Octubre de 1934, en cuya primera semana un Gobierno de la Generalitat de Cataluña presidido por Companys proclamó el Estado catalán. Los republicanos, entre Asturias y Cataluña, dieron verduguillo a la República en aquel otoñal 1934. La historia está para que aprendamos de ella.

La abdicación del rey Don Juan Carlos ha salvado a la Corona de la crisis institucional que padece el sistema. Y aunque se escuchen mañana en la tribuna del Congreso de los Diputados muchas proclamas republicanas, lo cierto y verdad es que el todavía monarca ha jugado su última carta con la intuición y la audacia que no tuvieron sus predecesores, ni su abuelo Alfonso XIII ni la abuela de este, Isabel II.

Aunque la crisis ha proletarizado a una buena parte de la clase media, el Estado se sostiene y es sostenible. Estamos en una crisis de transformación, pero no ante un derrumbe, en buena medida porque la clave de bóveda que es la Jefatura del Estado ha reaccionado como le aconsejaban los pocos –muy pocos, esa es la verdad– que propugnaban la retirada del Rey y la sucesión en vida del Príncipe de Asturias.

· Nadie podrá gritar con autoridad moral y política ‘delenda est monarquia’, cuando la Corona ha reaccionado antes, mejor y con más profundidad que aquellos que la denigran

El debate republicano –que a unos entusiasma y a otros amedrenta– iba a producirse, sí o sí, con la abdicación del Rey. Mañana lo comprobaremos. Pero observaremos también que el Estado está bien anclado en sus principios fundacionales de 1978, cuya renovación es necesaria –el propio monarca lo ha dicho por dos veces: en el mensaje de Navidad de 2013 y en el discurso de abdicación del pasado 2 de junio–, de tal manera que la Corona, lejos de frenar, impulsa el cambio que sea necesario –que lo es–.

Al pronunciamiento popular del 25-M en las europeas, le seguirán las autonómicas y municipales y las generales. Todo ese proceso en apenas un año y medio. Entramos en una fase de profundos cambios. Y todos son posibles si llegan por sus pasos, es decir, a través del cauce de la ley. Pero nada fuera de la ley. La abdicación del Rey es el fin de un capítulo que evita rupturas e invita a las reformas. Porque al mérito de haber amparado el proceso democrático de 1978, el Rey ha unido otro con su retirada: el de irse en decisión personal, de tal manera que la Monarquía adquiere pleno sentido en la persona de Felipe VI. Porque es la prueba tangible de que el sistema se regenera y depura. Se sanea.

Como ayer dijo Felipe González y se han cansado de repetir otros políticos e intelectuales, el debate no está entre una u otra forma de régimen, sino entre democracia y no democracia. Que los partidos de izquierda –ERC, IU, BNG, ERC–, con la abstención oportunista de PNV y CIU, quieran hacer recaer sobre las espaldas de la Jefatura del Estado las insuficiencias de sus propios comportamientos, del mal bipartidismo, de la politización de la justicia, de los recortes, de la corrupción y de las lacras del sistema, no es más que un ejemplo de hipocresía. Pero la trampa no va a colar.

Y menos todavía cuando Felipe VI sea proclamado y comience a actuar, y el Gobierno –este y el que venga– asuman el signo de los tiempos y de las necesidades que pasan por actualizar las normas de convivencia entre las que se cuenta una Monarquía que, si no supo responder a su papel en 1931, sí lo ha hecho en tres momentos críticos de su restauración: en 1978 (la Constitución), en 1981 (el intento de golpe de Estado) y en 2014 (la abdicación de Don Juan Carlos).

Por eso, no habrá Tercera República. Porque no hay mimbres, intelectuales, sociales, partidarios, para hacer ese cesto. Porque nadie podrá gritar con autoridad moral y política delenda est monarquia, cuando la Corona ha reaccionado antes, mejor y con más profundidad que aquellos que la denigran.