Justino Sinova-El Español

  • El autor asegura que sólo a través de la propaganda se puede tratar de convencer a los ciudadanos de que algunas de las políticas que abandera la izquierda son «progresistas». 
 

Hay políticos amarrados al término progresismo como a una tabla de salvación. A Pedro Sánchez, sin ir más lejos, no se le cae de la boca, como tampoco a la extrema izquierda aunque su política sea contraria al progreso y a la concordia.

En la última sesión parlamentaria de control (y de coba) al Gobierno, la diputada Mertxe Aizpurua, de la formación filoetarra Bildu, preguntó al presidente si se comprometía “con unos presupuestos progresistas” que contarían con “una mayoría de izquierdas y progresista”, a lo que él respondió que claro, los presupuestos “tienen que ser progresistas porque esta es una coalición progresista”.

En los tres minutos repartidos entre pregunta, respuesta y réplica, ambos pronunciaron la palabra nueve veces (lo acredita el Diario de Sesiones), con dos peculiaridades a destacar: al presidente no le extrañó que los herederos políticos del terrorismo se pregonaran progresistas, como si el chantaje, la persecución, el secuestro y el asesinato que perpetraron sus ascendientes cupieran en el enunciado al que él se amarra y, segunda originalidad, quedó menos claro el significado del progresismo que blasonan que el interés mutuo en autotitularse.

¿Cómo es posible que el terror para tumbar la democracia e implantar una dictadura, como fue el objetivo criminal de la banda ETA, sea hoy trasfondo de la presunción de progresismo? Por una circunstancia, una enfermedad más bien, muy presente hoy: el fervor con que se usa la propaganda política. Al plano de la gestión se superpone el del relato, que a veces nada tiene que ver con el primero y que trata de crear una realidad ficticia en la que los políticos no aparecen como son sino como quieren ser vistos, en la que no se rinden cuentas, en la que se crean mundos irreales y en el que se sacrifica la verdad. Esa máxima de que la primera víctima de la guerra es la verdad, que tiene tantos padres y que parece deberse al pacifista Lord Ponsonby, cuadra con la propaganda política que ha invadido España, donde cualquiera se proclama progresista solo para lucirse.

Estamos ante un progresismo de pacotilla pues bajo la etiqueta discurren estrategias reaccionarias que atentan contra el progreso. Hoy no sufrimos un terrorismo desatado como el de ETA pero hemos de soportar violencias colectivas, agresiones a discrepantes y atentados contra la convivencia como cortes de tráfico o invasión de espacios públicos por quienes pretenden dividir la nación, han dado un golpe de Estado en Cataluña y tildan de progresista el diálogo que reclaman para imponer su objetivo a un Gobierno que, víctima de su rendición a la imagen, afirma aceptarlo. Nada hay más reaccionario hoy, en la Europa unida y solidaria, que el secesionismo de unos pocos que violan la ley democrática para imponerse al resto de ciudadanos, a los que desprecian.

Titularse progresista practicando el control es como predicar la piedad en el verdugo

Ese Gobierno tan presto a negociar con los golpistas planea rebajar las penas que impuso el Supremo a los golpistas y sacarlos cuanto antes de la cárcel. Pretende, o sea, someter desde la política a la justicia, lo que los delincuentes aprovecharán, como proclaman, para volver a intentarlo. Está dispuesto a completar la jugada con la alteración de la ley por la que se forma el Consejo General del Poder Judicial, con la excusa de que la oposición no colabora para su renovación mientras la oposición denuncia que quiere imponerle un trágala. Si ejecuta su artificio legal, tras el afrentoso envío de una exministra a la Fiscalía General, consumaría la ruptura de la división de poderes, histórico y cabal fundamento democrático, con un sometimiento del poder judicial que sería un deterioro reaccionario, aunque lo llamen progresista, de nuestra democracia, a imitación de las dictaduras más despóticas. Mientras tanto, el juez García-Castellón sufre una embestida online indigna por apreciar indicios delictivos en el vicepresidente Pablo Iglesias y elevar el caso Dina al Supremo, y Sánchez replica a una decisión del Tribunal Superior de Madrid con un confinamiento político de la capital que decide el Consejo de Ministros con datos desfasados.

Tan reaccionario es eso como el sometimiento político del derecho a la información, que sufre niveles de control inéditos en la televisión pública y se disemina por numerosos medios, que muestran un afán de rendido servicio al poder. Los políticos siempre han tolerado a regañadientes la información libre, pero los más demócratas se han abstenido de practicar el pesebrismo para anularla. Titularse progresista practicando el control es como predicar la piedad en el verdugo, o como celebrar los méritos del leninismo, que no solo barrió la libertad hasta del último rincón sino que gobernó con la violencia y el crimen. Hay comunistas en el gobierno que alardean de progresismo mientras trabajan para borrar el progreso de nuestro futuro.

El repertorio de simulaciones se hace tedioso. Con esa ventaja juegan quienes se obstinan en la reincidencia propagandística. Pero conviene no cerrar los ojos, A las tres peligrosas regresiones anteriores (el secesionismo recalcitrante, agresivo y tolerado; la intervención del poder judicial por el ejecutivo y el control de los medios de comunicación) hay que añadir otros falaces progresismos como la revisión histórica, que este Gobierno quiere prolongar con la añadida falsía de llamarla democrática; el combate a la oposición para anularla, que es por donde han empezado a morir muchas democracias; la sustitución del mérito y el esfuerzo en la enseñanza, que es una apuesta por la ignorancia y el gregarismo; el envite por la eliminación de vida, expresión que se omite y reemplaza: eutanasia (en vez de cuidados paliativos), aborto en menores de edad (en vez de información y cuidados); el acoso a los discrepantes, esa arma de destrucción masiva que ofrece internet y que usan a destajo grupos presentes en el Gobierno y fuera de él; el desprecio a la verdad, tan frecuente como una rutina. Y como remate de todo ello, la agresión a la Corona, con la inhibición de una parte del Gobierno, para destruir la Monarquía de la democracia y suplantarla por la república que se concretaría en una dictadura como todas las repúblicas filocomunistas, o comunistas a secas, que han sido y son.

¿Por qué a todo eso lo llaman progresismo? Porque son estrategias reaccionarias que necesitan ocultar bajo el velo de la propaganda. Pero importa no engañarse. Son una seria amenaza a la democracia, que muchas veces en la historia ha empezado a morir sin que se diera una voz de alarma hasta que su agonía ya no tenía remedio.

*** Justino Sinova es periodista y profesor emérito extraordinario de la Universidad CEU San Pablo.