Cuando Vladímir Putin se apoderó de Crimea en 2014 sin encontrar apenas resistencia recibió como respuesta de las democracias occidentales una batería de sanciones que, si bien han representado una pérdida de crecimiento para Rusia y un significativo deterioro del nivel de vida de un gran número de sus ciudadanos, no han tenido la suficiente intensidad como para frenar su agresividad. Hace tiempo que el autócrata del Kremlin percibe a Occidente, y algunas pistas le hemos dado para ello, como un conjunto de sociedades débiles, hedonistas y degeneradas, incapaces de oponerse seriamente a sus atropellos. El lamentable espectáculo de la retirada de Afganistán ha sido la última prueba a sus ojos de que no tenía frente a sí ningún poder con voluntad real de oponérsele. El argumento de que la OTAN, una vez incorporados los antiguos países del Pacto de Varsovia y los estados bálticos, constituía para Moscú una preocupación insoportable casa mal con el hecho de que la organización atlántica es puramente defensiva y con la dependencia masiva de Europa de las importaciones de gas ruso, no sólo no evitada desde la caída del Muro de Berlín, sino incrementada con compras crecientes y con infraestructuras como el gasoducto Nordstream II. Hace tiempo que ha quedado claro que para Putin el objetivo clave es Ucrania y que su alineamiento político y estratégico con Bruselas y Washington es una línea roja que no está en absoluto dispuesto a permitir que se cruce. La invasión a sangre y fuego de su vecino es la prueba fehaciente de esta inflexible determinación.
Cuesta creer que la nostalgia del imperio de los zares, de la extinta Unión Soviética o del medieval Rus de Kiev, sea un incentivo suficiente para correr el riesgo de ser acusado de crímenes de guerra
Las explicaciones de semejante e irreductible planteamiento han sido diversas, unas de carácter geopolítico, otras de tipo psicológico y no han faltado los enfoques históricos. Sin embargo, casi no se ha mencionado la que a mi juicio es la principal motivación por la que el antiguo teniente coronel del KGB ha lanzado a su ejército a una guerra terrible que le está costando enormes pérdidas humanas y materiales y a su país al calvario de transformarse en un Estado paria, con su expulsión de circuitos comerciales y financieros vitales para su economía, por no hablar de la congelación de activos de bastantes de sus más cercanos amigos, aliados y colaboradores, empezando por él mismo y su familia. Francamente, cuesta creer que la nostalgia del imperio de los zares, de la extinta Unión Soviética o del medieval Rus de Kiev, sea un incentivo suficiente para perder cincuenta batallones hasta el momento, correr el riesgo de ser acusado de crímenes de guerra ante tribunales internacionales o poner en peligro la estabilidad interna de su régimen, que lleva dos décadas imperante sin apenas contestación en la calle o por parte de una oposición amordazada, encarcelada en Siberia o físicamente liquidada sin más. La verdadera razón para lanzar a la muerte a miles de jóvenes rusos, reducir a escombros ciudades enteras, matar a civiles indefensos sin compasión y violar brutalmente el derecho internacional ha de ser muy poderosa porque de lo contrario nos encontraríamos ante un comportamiento propio de un demente iluminado y obsesionado del que se puede esperar cualquier desatino. Antes bien es evidente que por mucho que su largo ejercicio del poder absoluto le haya aislado del mundo exterior, nublado su mente y endurecido su corazón, sus decisiones tienen una base racional.
El factor que aclara la barbarie desatada por el presidente de la Federación Rusa es la naturaleza del sistema político que ha erigido y del cual es la máxima e indiscutida autoridad. Rusia es hoy una autocracia cleptocrática en la que no hay democracia digna de tal nombre, ni separación de poderes, ni libertad de expresión, asociación o prensa ni posibilidad alguna de una alternativa pacífica a su férreo dominio de todas las instancias del Estado y de la sociedad civil. Por tanto, desde esta perspectiva, se entiende perfectamente su iracunda y aparentemente irracional reacción ante una posible aparición en su patio delantero de una democracia homologable de acuerdo con los estándares de la Unión Europea e integrada en la estructura militar e ideológica que encarna la OTAN. Si tal cosa sucediese, si un país que los rusos ven casi como un hermano en los terrenos histórico, cultural, étnico y religioso, prácticamente un miembro más de su cuerpo nacional, adoptase una visión antropológica, política, ideológica y ética que es totalmente incompatible con la que a él le proporciona el control sin límites de su inmenso feudo, al que saquea sin recato y al que mantiene bajo su bota sin dejarle apenas respirar, el efecto emulación podría muy probablemente inducir a sus sometidos compatriotas a preguntarse: ¿Por qué los ucranianos pueden votar en elecciones limpias a sus gobernantes, emitir sus opiniones sin censura, leer, escuchar o ver una pluralidad de medios de comunicación, disfrutar de una prosperidad creciente en el seno del mercado único europeo y nosotros nos vemos obligados a aguantar a un sátrapa que nos priva de disfrutar de una vida mejor y se dedica a robar sin freno junto a su reducido grupo de compinches oligarcas una riqueza que debiera ser de todos?
Este interrogante, alimentado diariamente con la contemplación de un familiar muy cercano que tiene acceso a una variedad de oportunidades y ventajas que les son cruelmente negadas a los rusos, llegaría muy probablemente a desencadenar una rebelión imparable similar a la que acabó con la monstruosidad del denominado socialismo real. Dado que tal eventualidad es algo que Putin no puede para nada consentir, queda perfectamente comprendido el ataque ilegal, inhumano y plagado de peligros para el atacante que se ha desencadenado sobre la mártir Ucrania. Para sintetizarlo con clara rotundidad: una Ucrania democrática, rica y libre es para Putin una amenaza existencial y por eso hará lo indecible para que no sea una realidad.