JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • La campaña de las autonómicas en Madrid ha demostrado que el sistema de representación de las democracias se ve amenazado en gran medida por el comportamiento de los políticos que aspiran a protagonizarlo

“La obsesión por el poder es un síntoma de debilidad”. Esta máxima se la debemos a la pluma de Ángel Gabilondo, y fue publicada en un admirable libro cuyo título he plagiado para encabezar este artículo. Ojalá no acabe él como víctima de su propia reflexión, empujado como ha sido a una aventura ajena a su voluntad e incluso a la de quienes le dieron el empellón.

La campaña electoral madrileña ha servido para demostrar que el sistema de representación de las democracias se ve amenazado en gran medida por el comportamiento de los políticos que aspiran a protagonizarlo. Un pueblo fatigado por la pandemia, sorprendido por la confrontación que se alienta desde el poder, bombardeado con eslóganes y promesas que nunca se cumplen, abrumado por las ínfulas de tertulianos que todo lo saben, se ve encima convocado a pronunciarse sobre valores universales como la democracia o la libertad, convertidos hoy en propiedad particular de unos y otros, hasta con derecho de admisión. Si queremos que la democracia y la libertad persistan y fructifiquen no es posible que nuestra clase política se comporte como una tropa de facciosos cuya obsesión por el poder no hace sino debilitarlo.

En la tormenta de demagogias descargada sobre nuestras cabezas destacan las palabras del ministro del Interior, que calificó al primer partido de la oposición de organización criminal, y el despreciable mensaje de Vox contra los menores inmigrantes. Estos ejemplos marcan no la excepción, sino la regla que rige nuestro deteriorado debate político. A propósito de la inmigración, la inclusión de un mantero de color en la lista de Podemos o la de una profesora de padre libanés en la socialista no bastan para borrar uno de los grandes borrones de las democracias occidentales. De los casi siete millones de habitantes de la Comunidad de Madrid, más de un millón son residentes extranjeros y la mayoría no tienen derechos civiles. No pueden votar, salvo en elecciones municipales y solo los nacionales de países de la UE y algunos pocos más. Constituyen cerca del 20% de la fuerza laboral, muchas veces en condiciones abusivas, cotizan a la seguridad social y pagan sus impuestos, que financian entre otras cosas a los partidos políticos. La máxima de la revolución americana, no taxation without representation (no hay tributación sin representación) es inexistente en nuestras democracias. Pero sin los inmigrantes, hoy víctimas de un nuevo colonialismo europeo, las sociedades occidentales del bienestar no resultarán sostenibles.

Estos días se ha oído hablar poco de los considerables problemas que afectan a la comunidad y mucho de unas cartas amenazantes sobre cuyo origen apenas tenemos información. La explotación de dichas misivas en la propaganda, el manoseo de las pruebas, la victimista rueda de prensa de la ministra de Industria, la inicial negación de algunos a condenar las amenazas, los matices al respecto, son nuevas balas añadidas a nuestra acosada democracia, más mortíferas que las enviadas por correspondencia.

Quienes vivimos la Transición podemos dar testimonio de la violencia y el terrorismo político de la época. Protagonista indiscutible fue la organización criminal ETA, aunque su partido heredero no merezca la calificación dada por el ministro Marlaska a la oposición conservadora. Hubo también una violencia fascista, que ni debe ni puede olvidarse. Las matanzas de Atocha y Roquetas de Mar, los muertos a tiros en manifestaciones pacíficas, asesinatos como el de Yolanda González y otros crímenes similares sirvieron de caldo de cultivo para el golpe del 23-F. También los periódicos fueron víctimas, incluido este en el que escribo, y de manera especial cuando en 1978 recibimos una bomba enviada por correo que hizo explosión matando a un joven auxiliar, e hiriendo gravísimamente a otras dos personas. Así pues, hace más de 40 años que los responsables de Correos tienen constancia de la utilización de sus servicios para prácticas criminales, entre las que no hay que olvidar las cartas bomba de ETA. De modo que el presidente de la compañía debería disculparse por los errores de ahora en vez de echar la culpa a los trabajadores. La culpa es de quienes mandaron las cartas, pero la empresa que las distribuyó también ha incurrido en responsabilidad.

La frustración y fragmentación social provocada por tantas crisis como nos vienen acosando desde hace una década debería merecer un esfuerzo del liderazgo político por promover la unidad y buscar el consenso. Lejos de ello, gobiernos y oposiciones se han dedicado a alimentar la división, transmitiendo al cuerpo electoral sus propias obsesiones ideológicas, quizás como forma de ocultar su impericia. Así lo pone de relieve la desesperación del partido socialista ante la eventualidad de una abultada derrota en un concurso en el que han hecho participar al propio presidente del Gobierno. Pese a ello, sus dirigentes solo tienen oídos sordos para las muchas advertencias de representantes del mejor socialismo histórico, artífice principal de la normalización democrática y la modernización de nuestro país. Que digan lo que quieran, “ahora nos toca a nosotros”, fue la arrogante declaración de la portavoz del PSOE en el Congreso. Tengan cuidado los más jóvenes del partido, no vaya a ser que acaben haciendo un pan como unas hostias.

Por lo demás, el acoso de la extrema derecha contra la democracia es una amenaza cierta en todos los países en donde existe. Estados Unidos, Alemania, Francia, incluso Dinamarca o Suecia, adolecen de enfermedades semejantes a la nuestra. No es fascismo en sentido estricto y en nuestro caso Vox representa sobre todo a lo que podríamos llamar el franquismo sociológico. No lo componen solo las clases acomodadas y responde fundamentalmente al atractivo eslogan de la ley y el orden, tan popular entre las masas conservadoras. Sus promotores suelen olvidar que ley y orden en democracia solo funcionan si hay respeto a la Constitución y voluntad de fortalecer las instituciones, a lo que ni el PSOE de ahora ni el PP de siempre han dedicado mucho esfuerzo.

En un ambiente así resultaría lógico poner un cordón sanitario a los extremismos de cualquier signo, pero socialistas y populares se han dedicado a alimentarlos en función de sus ambiciones y contra el interés general de los españoles. Un desastre global como la pandemia y el destrozo económico que se deriva de ella merecerían una respuesta alejada de la miseria moral que parece haberse adueñado del poder. Aunque no soy muy partidario de la señora Ayuso, a la que alisté, no sé hoy si con acierto, en un recuento de políticos aspirantes a idiotas, su propuesta para tender un cordón sanitario frente a Vox tiene sentido: si las encuestas responden a la realidad, bastaría la abstención del PSOE para que la lista más votada de los populares gobernara Madrid durante los dos próximos años sin la influencia del ya mentado franquismo sociológico. A cambio, el PP debería apearse de su propia desesperación y garantizar, también mediante la abstención y el ejercicio de una oposición leal que hasta ahora no ha hecho, la estabilidad del Gobierno Sánchez durante esos mismos dos años. En medio de la crisis, eso permitiría al presidente gobernar sin doblar la rodilla ante los delincuentes y prófugos que insisten en dictar las decisiones de la Generalitat de Cataluña.

Aunque me gustaría equivocarme en la predicción, nada de esto va suceder. De modo que ya han obligado a Gabilondo, un intelectual valioso y digno de más respeto del que sus colegas le exhiben, a levantarse de los debates y fotografiarse junto al rey de la televisión basura. Queda desmentido así su diagnóstico de que “cada cual hace su propio e insustituible ridículo”. Cualquiera que sea el resultado final, el ridículo en esta campaña no ha sido suyo, sino el de un partido centenario que ha decidido sacrificar la honra por los barcos. Si las encuestas no mienten, en Madrid acabará huérfano de ambas cosas.