José María Lassalle-El País
Debemos volver a ser críticos y forzar debates intelectuales que combatan los dogmas totalizantes que persiguen aplastar la heterodoxia y la pluralidad de las formas de vida personales
Los liberales no podemos resignarnos a ver cómo Hobbes se impone políticamente a Locke todos los días. No podemos aceptar que el miedo venza a la libertad; que el orden y la seguridad desplacen al pluralismo y la tolerancia; que la democracia liberal mute hacia la democracia populista; que las multitudes y los oligopolios digitales arrollen a la persona; que el sentimiento silencie a la razón; que el nacionalismo —grande o pequeño, étnico, lingüístico o jacobino— suplante al cosmopolitismo; que el cesarismo se lleve por delante la institucionalidad, y, sobre todo, que la radicalidad fanática de los principios asfixie la moderación dialogante de los acuerdos.
El liberalismo nació como una lucha contra el miedo al comienzo de la modernidad. Fue un empeño civilizador. De la mano de la Ilustración, desarrolló un compromiso universal con la dignidad del hombre, la razón, el gobierno limitado, la apertura de los mercados y la fe en el progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo. Gracias al liberalismo, la democracia se ha configurado como un sumatorio de procedimientos que permiten la paz social entre diferentes que son iguales ante la ley. Un sumatorio institucional que, sin embargo, soporta en estos momentos una fatiga de materiales que amenaza su continuidad. Si no se renueva a sí mismo corre el riesgo de colapsar debido a la presión de un cúmulo de malestares colectivos que hacen inviable su vigencia.
El liberalismo está en retirada, sin duda, pero no está derrotado. Sufre el asedio de una posmodernidad que se ha convertido en una experiencia colectiva para la que no estaba preparado y que le ha sorprendido sin respuestas. La crisis de seguridad iniciada en 2001 y la económica de 2008 han provocado un tsunami de miedo y desilusión que ha roto las costuras de la institucionalidad y la confianza en el progreso. La democracia liberal vive desbordada y sin capacidad de respuesta. Los fenómenos políticos, sociales, culturales y económicos que la asedian debilitan su cosmovisión racional y su capacidad de gestión reformista. Su estrategia de mínimos y consensos, su dinámica de control de daños y su lógica de equilibrios, donde todos pierden a corto plazo para ganar con el paso del tiempo, ha colapsado ante la irrupción de una ola de sentimientos colectivos que exige máximos en tiempo real, que rechaza cualquier negociación y que busca negar del contrario por principio. Y ello dentro de sociedades que han implosionado en su coherencia y normalidad para mostrarse hiperfragmentadas y en constante excepcionalidad.
El manifiesto liberal que invocaba hace unos días The Economist evidencia que las ideas liberales siguen vivas aunque apenas tienen pulso. Necesitan repensarse y revisitarse a partir de las experiencias de un mundo que está liberando unos vectores de cambio que quieren marginarlas abiertamente y olvidarse de ellas. Un mundo de intolerancia, utopía populista, delirios nacionalistas, mutaciones digitales de las identidades y arrogancia cesarista. Un mundo que está urdiendo en la intimidad del inconsciente colectivo un desplazamiento del eje de legitimidad de la democracia desde la libertad a su negación.
El ruido y la simpleza intelectuales infeccionan los relatos partidistas como un griterío insustancial
La urgencia de reanimar el liberalismo es mayor que nunca en las tres últimas décadas. Tiene que recobrar protagonismo si la democracia quiere sobrevivir a ella misma. ¿Habría democracia sin una mentalidad liberal que centre los debates colectivos introduciendo en ellos racionalidad crítica y capacidad para dialogar desde la empatía hacia al otro y el respeto a las reglas de juego? En este sentido, el vacío que deja a sus contrarios y el espacio abandonado son tan grandes que la centralidad política está huérfana. El centro en las democracias occidentales ya no tiene voces y, con él, la moderación compleja que representa.
El ruido y la simpleza intelectuales infeccionan los relatos partidistas de Europa y EE UU bajo la forma de un griterío insustancial que dispara contra cualquier actitud moderada y racional a partir de su caricaturización. Un griterío que transforma la dinámica de los partidos en algo tribal y donde la lógica amigo-enemigo justifica pagar el precio de cualquier indignidad con tal de progresar unos palmos electorales. La proliferación de Gobiernos atrapados por dinámicas populistas, xenófobas o nacionalistas no parece tener fin. La nómina crece y la de quienes aspiran a gobernar contra el liberalismo o sin el liberalismo.
Si las ideas liberales quieren recuperar su vigencia y dar la batalla a los populismos, deben ofrecer un relato que responda a los miedos que pesan sobre nuestro tiempo. Eso significa, antes que nada, restaurar una filosofía de la libertad para el siglo XXI. Una filosofía al servicio de políticas basadas en una ética que reconozcan el valor per se de la persona, nacional o no, que vean en ella un homo moralis que tiene el derecho a ser alguien sin interferencias patriarcales y a no a ser algo, cosificado y desechable. Eso pasa por reconstruir la tolerancia como un principio sistémico desde el que reconocer la alteridad y empatizar con la realidad de los otros si queremos restablecer una relación cooperativa con ellos y de, paso, de cuidado con la democracia misma. Para lograr un entorno tolerante hay que liberar a la democracia de dogmas y principios irrefutables mediante un racionalismo crítico que combata la tendencia monista a sustituir las ideas por dogmas y a defender que estos pueden dar respuesta a los problemas humanos. Hay que devolver al liberalismo su capacidad crítica de la autoridad, su defensa del pluralismo axiológico y su antideterminismo.
Para lograr un entorno tolerante hay que liberar a la democracia de dogmas y principios irrefutables
El liberalismo del siglo XXI tiene que ser un liberalismo crítico. Un liberalismo que reivindique una metodología de gobierno basada en indicadores de falseabilidad que relativicen la arrogancia de soluciones definitivas y absolutas. Una metodología crítica que cuestione democráticamente la arbitrariedad del poder allí donde esta irrumpa y sea cual sea la naturaleza de su formulación. Y aquí, la crítica a la desmaterialización de la identidad humana que propicia la revolución digital impulsada por el oligopolio de las corporaciones tecnológicas y la proliferación de multitudes digitales, exige un empoderamiento liberal de las sociedades. Un empoderamiento que, por un lado, impida éticamente el salto disruptivo que los algoritmos están a punto de propiciar hacia un futuro deshumanizado y distópico, y que, por otro, exija críticamente un futuro distinto a este que acabo de mencionar, basado en derechos digitales, propiedad sobre los datos y una estructura de deberes que anteponga a la realidad aumentada monetizable, la dignidad aumentada de la humanidad.
Estas y otras reflexiones deben ser invocadas por el liberalismo para volver a ser relevante en las sociedades democráticas. Si los liberales queremos devolver a la centralidad su protagonismo, debemos volver a ser críticos y forzar debates intelectuales que combatan los dogmas totalizantes que persiguen aplastar la heterodoxia, la pluralidad de las formas de vida personales y esa república interior que habita en el pecho moral de cada ser humano y que le hace dueño de sí mismo mediante su independencia de juicio y su racionalidad. Y aquí la cultura como resorte crítico puede ser fundamental, pues, de igual manera que desestructuró el marxismo y lo transformó gracias a la Escuela de Fráncfort, podría desestructurar el liberalismo y hacerlo crítico y básicamente cultural. En fin, empeños de renovación para un tiempo nuevo que exige un liberalismo también nuevo.
José María Lassalle es ensayista y fue secretario de Estado de Cultura y Agenda Digital.