Javier Caraballo-El Confidencial
- La determinación que parece haberse tomado en el seno de Podemos es recuperar el control de la estrategia política de la coalición para evitar quedar diluidos en la plataforma feminista y de izquierda anunciada por Yolanda Díaz
El único paralelismo posible entre dos elecciones generales tan distintas como las de Portugal y España siempre es psicológico, pero casi nunca electoral. En todos los partidos políticos, y también en los medios de comunicación, se buscan siempre equivalencias, que a veces resultan escorzos imposibles, entre elecciones y electorados que nada tienen que ver, como acaba de ocurrir ahora con Portugal, pero, aunque esa equiparación no pueda realizarse, es inevitable que el resultado influya en los estados de ánimo de los dirigentes políticos y de sus organizaciones, y ese sí que puede ser un aspecto determinante para unas futuras elecciones. Por sus reacciones los conoceréis.
En cuanto se conocieron los resultados de las elecciones portuguesas, el presidente Pedro Sánchez lo celebró al instante: «Parabéns, querido António Costa, por tu victoria. Juntos seguiremos impulsando en nuestros países y en Europa una respuesta socialista a los retos que compartimos». Todos en el PSOE entendieron así la victoria, como algo propio o como un designio, y eso les ha subido el ánimo, de la misma forma que habrá ocurrido en Vox, cuando han visto que el candidato de la extrema derecha portuguesa, apadrinado por Santiago Abascal, ha entrado en las Cortes lusas como tercera fuerza política. Los socialistas ven en las elecciones de Portugal el refrendo de la máxima política que predice que, en una coalición de gobierno, el presidente es quien sale mejor parado, y los voxistas se reconfortarán con la idea de que no es verdad que el populismo que representan haya comenzado a disminuir en las democracias occidentales, sobre todo en Europa.
La elocuencia festiva de Pedro Sánchez y el triunfo de los gemelos portugueses de Vox contrastan con el silencio y la distancia que se detecta en el Partido Popular y en Podemos tras las elecciones portuguesas. Intentemos imaginar, por ejemplo, lo que puede estar pensando el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, al comprobar el estrepitoso fracaso de los sondeos en Portugal. Como le ocurre a él en España, las encuestas portuguesas, incluso una semana antes de las elecciones, vaticinaban un empate técnico entre socialistas y conservadores y, sin embargo, el centro derecha se ha quedado estancado en el peor resultado de su historia, mientras que el presidente socialista ha regresado a una cómoda mayoría absoluta que su partido no lograba desde hacía 15 años.
El líder conservador portugués está amagando con la dimisión, que es exactamente lo mismo que ocurrirá con Pablo Casado si no remonta en las próximas elecciones generales, después de una racha de sondeos tan favorables para el Partido Popular. Si los dirigentes populares lo que pretenden, como se repite tantas veces, es construir una escalera de éxitos hacia la Moncloa, con sucesivos triunfos en elecciones autonómicas y municipales, la victoria en Portugal del centro derecha, frente a un Gobierno de coalición similar al de España, se hubiera celebrado como una premonición. Lo único que ha dicho Pablo Casado sobre el triunfo socialista de Portugal es que a Pedro Sánchez “no le pasará lo mismo”, que en realidad quiere decir: “Espero que a mí no me pase lo mismo”.
Más complejas, en todo caso, son las repercusiones anímicas en el conglomerado de Unidas Podemos porque, en este caso, la influencia puede ser inmediata sobre un proceso que ya está en marcha, como se advirtió aquí, el ‘fuego amigo’ contra Yolanda Díaz desde el entorno político de Pablo Iglesias. El hecho de que en Portugal los socios de gobierno del socialista Costa hayan salido malparados de las elecciones, será un incentivo en Podemos para, sin romper el Gobierno, acentuar su propio perfil político, más agresivo y de confrontación con el PSOE que el que intenta imponer Yolanda Díaz.
De forma general, la determinación que parece haberse tomado en el seno de Podemos, a tenor de lo que vemos, es recuperar el control de la estrategia política de la coalición para evitar quedar diluidos, a la vuelta de unos meses, en la plataforma feminista y de izquierda anunciada por la vicepresidenta Yolanda Díaz. Es posible, incluso, que el proceso interno al que se la esté sometiendo consista en un desgaste similar al que se aplicó en su día a otros antiguos fundadores de Podemos, desde Íñigo Errejón hasta Carolina Bescansa, progresivamente aislados y ninguneados hasta que, finalmente, se marchan sin necesidad de expulsarlos. No habrá ninguna palabra de confrontación o rechazo, público y directo, contra Yolanda Díaz, sino todo lo contrario, “plena confianza en la consolidación de su liderazgo”, como desliza en sus entrevistas Lilith Verstrynge, secretaria de Organización de Podemos, con un poder al alza dentro del partido.
Es muy relevante, en este sentido, que la vicepresidenta Yolanda Díaz haya renunciado, o la hayan empujado a esa decisión, a participar en la campaña electoral de Castilla y León, a la que solo acudirá un día, algo incomprensible en alguien que pretende presentarse a las próximas elecciones generales en España. Frente al despliegue de los otros ministros de Unidas Podemos, y de dirigentes como la mencionada Lilith Verstrynge o Pablo Echenique, la ausencia de Yolanda Díaz es abrumadora. Tan sonada como el regreso activo de Pablo Iglesias a la primera línea política: en la campaña castellanoleonesa participará en dos actos, el doble que su teórica sustituta, y mantiene el control sobre las expectativas del partido, como demostró hace unos días con su filtración de la encuesta del CIS, favorable para Podemos. Si lo contemplamos con una mínima perspectiva, veremos que lo de Pablo Iglesias es un caso insólito en política.
Veamos: tras una época de enorme impacto en los medios de comunicación, gracias a que supo capitalizar el descontento del 15-M, creó un partido para llegar a las instituciones y, cuando lo consiguió, utilizó sus escaños en el Congreso para entrar en el Gobierno como vicepresidente. En cualquier otro político, de cualquier país del mundo, se trataría de un objetivo cumplido. No en el caso de Pablo Iglesias. Al año de estar en el cargo, inédito como gobernante por la pandemia, se marchó voluntariamente del Gobierno para presentarse a unas elecciones regionales, las de Madrid, en las que fracasó y dimitió con su última falsedad: “Dejo todos mis cargos. Dejo la política, entendida como política de partido e institucional. Es evidente que, a día de hoy, no contribuyo a sumar. No soy una figura que pueda contribuir a ganar. No voy a ser un tapón para una renovación de liderazgos que se tiene que producir [con] un gran equipo liderado por Yolanda Díaz».
Es decir, Pablo Iglesias utilizó los medios de comunicación para llegar al poder y, cuando lo consiguió, utilizó el poder para volver a los medios de comunicación. Entonces, ¿qué es exactamente lo que busca? Indudablemente, seguir mandando en Unidas Podemos y marcando la agenda política del Gobierno de coalición. El mismo papel, la misma ambición con distinto traje que, como confesó en su primera época, es una estrategia muy leninista: «Los comunistas tienen la obligación de ganar; un comunista que pierde es un mal comunista. Lenin no dijo en 1917 ‘comunismo’, dijo ‘paz y pan’. Por decirlo con una metáfora: la izquierda debe aprender a vestir el traje de la victoria. Es verdad que para follar hay que desnudarse, pero para ligar hay que vestirse. Y para vestirse hay que construir discursos y aparatos discursivos”. Pues eso, el peinado, la chaqueta, la dimisión, las tertulias… Todo forma parte de la misma estrategia.