Jon Juaristi-ABC

  • El Gobierno busca a la desesperada algo que lo justifique ante la España del mañana por la tarde

Aunque uno (lo que no es el caso) fuera partidario entusiasta o sólo simpatizante del Gobierno de Sánchez Perez-Castejón, pocas dudas le quedarían de que este no pasará a la historia como un don del cielo a los españoles. Incluso entre sus partidarios y simpatizantes se va abriendo paso la sospecha de que se le recordará como una plaga bíblica, un complemento atroz de la pandemia. Y dará igual que se le atribuya buena o mala intención, entrega o desidia, porque la historia que cuenta no contempla las intenciones, sino los resultados, y el de la gestión de la pandemia por el Gobierno de Sánchez Pérez-Castejón es ya la mayor catástrofe sanitaria en la historia de España y de Europa desde los tiempos de la Peste Negra. Ya puede hacer lo que se le ocurra para quitarse el estigma de encima, echarle la culpa de todo a Díaz Ayuso o al cartagenero pueblo soberano. Quizá consiga algún crédito pírrico con estas maniobras ante su parroquia, cada día más entontecida por la posverdad sanchista. Pero la posteridad lo meterá en el mismo saco que a Franco y a Hitler, y no en el que mezclará -también injustamente- a Aznar con Zapatero. Y es que el baldón insoslayable reside en estos diez mil muertos más, como poco, que los enterrados en el Valle de los Caídos. Haga lo que haga, el marrón ya se lo ha comido este Gobierno desgraciado que nunca dejó de ser una desgracia de Gobierno.

Su situación actual me recuerda en cierto modo -repito, en cierto modo- a la de la cúpula del nazismo a finales del año cuarenta y dos, cuando, a pesar de que los aliados habían invadido el norte de África y el ejército de Paulus se había estancado en Stalingrado, la mayoría de los alemanes confiaba todavía en su Führer. Entonces, absurdamente, Hitler decidió detraer ingentes recursos de los frentes de batalla para aplicarlos al exterminio sistemático de la población judía de Europa. Los historiadores actuales sólo encuentran explicación a semejante conducta en la megalomanía mortífera del dictador, que eligió, entre las alternativas que le quedaban, aquella que, a su trastornado juicio, podría hacerle acreedor de una imperecedera gratitud universal (Borges utilizó tal explicación como tema de su «Deutsche Requiem»). En esa onda, el director del diario colaboracionista francés «Je suis partout» publicó en el último número de su periódico (16 de agosto de 1944), mientras Hitler preguntaba si ardía París, un editorial que terminaba de la siguiente guisa: «¡Ah, si Europa, examinando en un porvenir próximo el balance de esta guerra terrible, pudiera decir ante su territorio mutilado pero purgado de sus parásitos: No quedan ya judíos!».

Mutatis mutandis, aunque el Holocausto no sea comparable a las fechorías del Gobierno de Sánchez, la búsqueda por este de una justificación que lo exima de la reprobación de la posteridad sigue una lógica delirante del mismo tipo que la hitleriana. De ahí que, en medio del caos de la segunda oleada de la pandemia que proclama irremisiblemente el fracaso de su gestión, el Gobierno haya optado por la prohibición de los revisionismos historiográficos, la conversión del Valle de los Caídos en un cementerio civil y la extirpación obligatoria de la memoria de la persecución sufrida por la Iglesia durante la guerra civil a manos de socialistas y comunistas («¡Arderéis, como en el treinta y seis!»). Todo ello con la esperanza de que España, examinando en un tiempo próximo el balance del presente desastre, pueda decir ante el valle de los caídos del coronavirus: «Por lo menos los símbolos franquistas y católicos ya no amenazan la improbable salud mental de las Carmencitas Calvo, que no las de Mérimée, que no las de Mérimée».