José Alejandro Vara
- La lealtad y los principios cotizan a la baja. Son tiempos de conjuras y traiciones. La ponzoña del sanchismo salpica a la derecha
Pongamos, con JLB, que la acción transcurre en un país o una región oprimida y tenaz, Polonia, Irlanda, la república de Venecia. Pongamos que se trata de Madrid, un islote de libertad rodeado por negros corredores de pesadilla, sitiado por un Gobierno despótico que pretende su rendición. Pongamos que la líder de esa nueva Numancia desafía las embestidas del desalmado caudillo. Se pone así en marcha el ‘operativo de la traición’, tan viejo y desaliñado como la danza eterna entre la política y el poder.
Y aquí aparece el instrumento imprescindible para consumar el complot. En tiempo, llamaban a Ciudadanos la ‘veleta naranja’, por orientarse siempre en la dirección del viento. Luego ‘la noria naranja’ (grandes vueltas sin ir a parte alguna) o la montaña rusa (hoy en la cumbre y mañana en la sima). Ahora son ‘los costaleros de Sánchez’, diez cruciales escaños al servicio de los antojos del Gobierno. Desde la renuncia de Albert Rivera, Cs lucha afanosamente contra el avanzado proceso de su extinción. Los malabarismos de Inés Arrimadas merecen alguna recompensa, que por ahora no llega. Tan sólo ha podido recuperar un nimio protagonismo en el tablero político a cambio de crueles renuncias y un puñado de incongruentes acciones.
El castigo a Villacís
Ocurren episodios extraños intramuros de Cs. El último, el más reciente, es el castigo a Begoña Villacís, que ha sido drásticamente apartada del vértice del partido a mayor gloria de Ignacio Aguado, notorio villano de esta función. Villacís es una de las presencias más reseñables en la fauna política madrileña. Vicealcaldesa de fuste y formas, ha desarrollado una destacada labor durante la fiebre de la pandemia. Demasiado cerca del acalde Almeida, algunos inquisidores naranjas la consideran ‘más del PP que de los nuestros’. Rencillas intestinas, intrigas de familia. Un movimiento en falso de Arrimadas impulsado quizás por una triste mezcla de celos y ansias de vendetta.
Más extraña se antoja la irresistible ascensión de Ignacio Aguado. El vicepresidente de la Asamblea madrileña es el marmolillo en el que se sustenta todo este plan. La embestida de Moncloa contra Isabel Díaz Ayuso y contra Madrid, uno de los ejes del proyecto sanchista, necesita de la connivencia y hasta de la participación de Ciudadanos. Bastan tres tránsfugas naranjas para consumar la moción y, por ende, la defenestración del equipo actual. En esta tormenta ocurre la súbita dimisión, este viernes, del polémico Alberto Reyero, consejero de Igualdad por parte de Cs, que ya en su día se vio envuelto en la terrible tormenta de las residencias de ancianos. Una renuncia por motivos personales en un momento tan inconveniente que parece elegido por Adriana Lastra.
Ayuso intentó frenar el feroz castigo feroz de Moncloa, el estrangulamiento de la Comunidad sin más base científica ni más argumento técnico que lo que a Simón le salió de las narices
Aguado, (Madrid, 37 años, abogado) ha actuado estos días como el fiel infiltrado de Illa para para poner en riesgo, y aún dinamitar, el Gobierno de coalición madrileño. Se hizo un hueco a empujones en la mesa negociadora. Anunció luego un ‘principio de acuerdo’ que jamás existió. Se alineó finalmente contra el recurso presentado por Ayuso para frenar el castigo de Moncloa, que implica el estrangulamiento de la Comunidad sin más base científica que lo que a Simón le salió de las narices. Seis meses después, el único plan del Gobierno central frente a la pandemia es volvernos a encerrar, echar el pestillo y bloquear la ciudad hasta la asfixia. Antes en ruinas que del PP.
Está jugando Aguado el desabrido papel de un ominoso traidorzuelo con la mirada puesta en la Presidencia de la región. Un Franco, delegado del Gobierno en la zona, adalid de la mani feminista del 8-M, el núcleo irradiador del contagio, se lo tiene prometido, aseguran en Ferraz. Desplazar a Gabilondo, demasiado tibio, y colocar a este espécimen naranja de verbo insípido y rostro anodino. La conjura se acelera, la moción de censura cobra cuerpo. Aguado, vicepresidente del Gobierno contra el que maquina, saca pecho y acaricia el trono prometido. Arremete contra Ayuso, se disfraza de Gandhi, recita salmos de paz, se ofrece a La Moncloa para calmar la región. Sólo le falta el sitar para entonar Imagine. En el PP dudan de si ya se ha pasado a las filas del enemigo o si realmente, siempre estuvo allí. En cualquier caso, su papel encaja bien con el estilo de Sánchez, frío, despiadado y sin escrúpulos.
Mañueco y Moreno se descuelgan
Son tiempos agrios, de intrigas y vilezas. Alfonso Fernández Mañueco, presidente de Castilla y León, ha mostrado también su verdadera naturaleza. Apenas hay palabras decentes para describir su acción. Se alineó con Moncloa desde que se emitió su orden del cerrojazo, en contra del resto de los barones de su partido y, por supuesto, de lo defendido desde Génova. «Las medidas de Illa son las que necesitamos en mi región», declaró con su habitual tono adusto, con esa circunspección de inspector de membrillos. El animoso sorayista, a quien Casado perdonó el cargo en desafortunada decisión, se ha puesto en manos de su vicepresidente Igea, médico por más señas y miembro de Ciudadanos.
La deslealtad de Mañueco provocó efectos contagiosos en algunos barones de la derecha. Fernández Miras, cacique murciano, tuvo que ser conminado desde Madrid para votar ‘no’ al disparate de Illa, en tanto que Juanma Moreno, aceptó primero y se descolgó después, en un requiebro taurino de lidia cobardona. Alberto Núñez Feijóo, desde la fortaleza Finisterre, demostraba el porqué de sus cuatro mayorías absolutas: «Acataremos los criterios groseros de Illa, poco trabajados y con un grado de improvisación no menor, pero nos seguiremos guiando por nuestros clínicos». Acatar pero no aplaudir. Aceptar pero no jalear. Feijóo, uno de los barones que estuvo a la altura.
PP y Ciudadanos, atracados por el mismo mal, sacudidos por similar enfermedad. Sálvese el que pueda. Le abren la puerta al vendaval iracundo y desabrido de Vox y luego se quejan
La abominación tiene muchas formas. La estirpe de los traidores emerge de sus covachuelas animada por la inmundicia moral del sanchismo, que saca a la luz a este grupete de lidercillos de pacotilla, detestables semovimientes desbordados de ambición y otras soberbias. Aguado, Moreno Bonilla, Mañueco… Carretadas de engaños y falsedades condenadas al naufragio. PP y Ciudadanos, atacados por el mismo mal, sacudidos por similar enfermedad. Sálvese el que pueda y yo el primero.
Le abren la puerta al vendaval iracundo y desabrido de Vox y luego se quejan. «La moción de censura es una torpeza, un error descomunal, una baza para Sánchez», gimotean desde Génova con estériles berridos. Queda el consuelo de Montaigne, «la maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña y se envenena con ella». De momento, seguimos sumidos en el espeso pánico de las tinieblas donde bailotean tan felices todos estos traidores.