JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-El CONFIDENCIAL

  • Los morados han pasado a ser las primeras víctimas de la estrategia de Sánchez. Son su clínex político. Y asumen todo lo que el presidente decide, sea por acción o por omisión
Pedro Sánchez ya duerme. Ha localizado que el antaño vetado Pablo Iglesias y hogaño celebrado vicepresidente segundo de su Gobierno, así como los demás ministros de Unidas Podemos, le proporcionan una doble funcionalidad. De una parte, le completan —insuficientemente— un nutrido apoyo en el Congreso de 155 diputados y, de otra, le sirven de enlace con la izquierda independentista catalana y con los cinco escaños del abertzalismo que todavía no ha condenado los más de 850 asesinatos de la banda terrorista ETA. La suma le da, con el PNV, la mayoría absoluta.

Pero Iglesias y sus ministros ofrecen a Sánchez, además, un impagable servicio que cumplen con disciplina: son los encargados de poner letra y música a un propósito demoledor del sistema constitucional de 1978. Atacan al Rey con fruición y coordinadamente con Gabriel Rufián; lanzan sentencias de evocaciones inquietantes como esa de que la derecha «no volverá a gobernar en España»; preconizan que EH Bildu debe «formar parte de la mayoría de Gobierno»; arremeten contra el Poder Judicial y contra toda sentencia o resolución que no convenga al Gobierno, apuestan por la memoria, sea histórica o democrática, más divisiva y, en fin, representan con comodidad el rol desestabilizador que exaspera a la derecha e inquieta a amplios sectores sociales en España.

Pedro Sánchez les deja hacer; no les reprocha nada. Tampoco les secunda porque de esa manera aparenta estar aureolado por la moderación, el pactismo, el afán unitario y el sentido institucional. Si vienen mal dadas, el secretario general del PSOE siempre habrá estado en el lugar en el que se ha situado el socialismo desde la transición: en el orden y la sensatez. Si, por el contrario, la estrategia de crispación y desestabilización —en contumaz estrategia negativa con Vox— funciona, él seguirá dejando que se acose a la Jefatura del Estado, se abran heridas del pasado y, a la postre, se arruine el modelo constitucional de 1978.

Esta es la funcionalidad marginal de Unidas Podemos: sirven sus ministros para un roto y para un descosido, o en otras palabras, para situar a Sánchez en el fiel de la balanza, o para convertirlo, en función de cómo discurran los acontecimientos, en el líder revisionista del pacto constitucional, de una transición supuestamente impuesta y vigilada, en el depurador de un franquismo fantasma enquistado en las instancias del Estado y, a la postre, en el liberador de los pueblos oprimidos que reclaman el derecho a decidir para aproximarse a esa república «plurinacional y solidaria» que permite que su vicepresidente ventee cuanto le venga en gana y a la que se incorporaría si el devenir le ofrece la oportunidad de hacerlo.

Así, que el clandestino ministro Alberto Garzón acuse al Rey de «maniobrar contra el Gobierno», o que su socio de ERC afirme, ufano de su genial hallazgo, que Felipe VI es un diputado más de Vox, no le viene nada mal a un Sánchez que cuando toma la palabra acusa a la derecha de perjudicar a la monarquía parlamentaria, mientras él veta a su titular y miembros de su Gobierno y sus socios parlamentarios la descalifican.

Sánchez ya sabe que lo que hacen y dicen sus ministros morados es arriesgado. Pero se lo permite porque si fracasan suya será la frustración y si tuvieran éxito en su propósito de cuartear el sistema, el mérito será suyo. El cóctel que el socialista agita dispone de los ingredientes adecuados: la agresividad dialéctica y conductual de comunistas y morados y la polarización, complicidad parlamentaria con el separatismo catalán y con los de Arnaldo Otegi, y una rentable y ventajosa confrontación con el partido de Abascal, al que colabora a engordar. Esa insana reciprocidad entre Abascal y Sánchez eclosionará con la torpe moción de censura que terminará con el presidente saliendo a hombros por la Puerta del Príncipe de una suerte de Maestranza sevillana en la que se convertirá el hemiciclo de la Carrera de los Jerónimos.

Iglesias y sus ministros, además, tienen anchas tragaderas porque fuera del Gobierno resultarían insignificantes. De tal manera que cuando Sánchez les quiere ningunear —conviene de vez en cuando que sepan quién manda— lo hace sin rebozo: se enteran de la fusión de CaixaBank y Bankia cuando la operación estaba hecha; y de la expatriación de Juan Carlos I cuando el emérito viajaba ya a los Emiratos Árabes. No están en el núcleo duro del Ejecutivo, pero desempeñan el papel que Sánchez juzga estratégico: el parloteo subversivo que él consiente aunque se cuide de verbalizarlo o de avalarlo expresamente.

En el fondo, los morados han pasado a ser las primeras víctimas de la estrategia de Pedro Sánchez. Son su clínex político. Iglesias pedía «agallas» a Espinosa de los Monteros, portavoz de Vox en el Congreso, pero él no las tiene para rebelarse ante el papel tributario y subordinado —el papelón— al que le condena Pedro Sánchez. Por lo demás, la reputación de algunos ministros —la profesional y la política— procedentes de instancias técnicas y profesionales comienza a desconcharse. Porque Sánchez es radiactivo.