Editorial-El Español
El pasado enero, tras perpetrar su último ataque, el grupo Futuro Vegetal avisó de que «escalaremos en la disrupción hasta que se deje de subvencionar a la ganadería». Los activistas ecologistas han cumplido su amenaza este lunes, vandalizando simultáneamente la sede nacional del Partido Popular y la del Partido Socialista.
Fuentes policiales confirmaron poco después a este periódico que Futuro Vegetal estaba detrás de los destrozos en las fachadas de Génova y Ferraz. Y minutos después el grupo ecologista reivindicaba en un comunicado en sus redes la autoría de la performance con pintura negra lanzada con extintores. La pantomima se saldó con tres detenidos en la sede popular (por delito de daños, de resistencia a la autoridad y de desobediencia), y con dos detenidos en la sede socialista.
Estas estrategias de ecovandalismo son, al fin y al cabo, la versión posmoderna y deslavazada de los anarquistas del siglo pasado. Organizaciones que no reconocían legitimidad a los procedimientos democráticos. Y que atentaban contra sus representantes sin ocultarse y para entregarse a continuación a las fuerzas del orden.
Aunque no se puede obviar que colectivos como Futuro Vegetal no son violentos ni terroristas. Ciertamente, sus intervenciones son molestas y cargantes. Y su activismo, estéril y contraproducente. Son inofensivos, y puede decirse que sus mayores enemigos son ellos mismos.
Porque, lejos de granjearse simpatías entre la opinión pública, sus ocurrencias despiertan una indignación casi unánime cada vez que se producen. Hay que recordar que esta filial de la también radical Extinction Rebellion ha protagonizado al menos otros seis actos vandálicos en España. Los activistas se pegaron a la M-30 y a pinturas en el Museo del Prado, irrumpieron en el estadio Santiago Bernabéu y ensuciaron el Congreso de los Diputados y el Senado.
Aún así, con sus métodos intimidatorios de insubordinación (que rechazan «las opciones reformistas»), sí plantean un desafío al normal y sano desarrollo del proceso político en los canales previstos para ello. Su determinación para forzar «cambios estructurales» a través de «una sociedad furiosa contra la corrupción» obliga a los actores políticos a ponerse en guardia.
Porque su denuncia de «los políticos que dicen preocuparse por el medioambiente» mientras «siguen financiando industrias ecocidas como la carne» revela que este puñado de bárbaros no está dispuesto a transigir con ninguno de los razonables esfuerzos que los poderes públicos están impulsando en términos de lucha contra el cambio climático. Con ninguno que no sea la enmienda a la totalidad del sistema socioeconómico.
Por eso, los partidos de gobierno deben tener claro que para los antisistema no hay diferencia entre izquierda y derecha. Sus ataques simultáneos en las sedes de Ferraz y Génova prueban que para ellos PP y PSOE son lo mismo.
De ahí que ni populares ni socialistas puedan caer en la irresponsabilidad de retorcer estos ataques de extremistas para instrumentalizarlos en beneficio partidista. No son más que agresiones intolerables amparadas bajo la coartada de la concienciación ecológica, por lo que no cabe achacárselo al rival con espurias filiaciones, aunque pueda resultar tentador.
No procede tampoco que los partidos que están indudablemente dentro del consenso científico se lancen imputaciones de «negacionismo climático». De hecho, que Futuro Vegetal haya acusado a «todos los políticos» de «ser responsables del expolio de los recursos hídricos comunes» sugiere que los activistas se han visto espoleados por la crispación que se ha levantado a raíz de la politización de la crisis de Doñana.
En este sentido, es muy alentador que tanto PSOE como PP condenasen ayer rápidamente los actos vandálicos contra las formaciones políticas, y que expresaran su solidaridad con los afectados del partido rival.
Hoy más que nunca las fuerzas democráticas deben colaborar en su reivindicación del modelo basado en la acción política ordenada. Y no dar alas en ningún caso al nihilismo iracundo de los antisistema.