- Vox creció al calor de su radicalismo, pero la subida del PP en las encuestas y la caída de los de Abascal amenaza con condenar al partido a la marginalidad de IU o el viejo PCE.
La política de los últimos 200 años enseña que los más radicales son los que tienen la piel más fina. Su esencia es la creación de conflictos, así que los extremistas se dedican a insultar al adversario con discursos plagados de descalificaciones que apelan a lo más básico. El objetivo de esta práctica (que procede de finales del siglo XVIII) es denostar al que piensa o vive de manera diferente. Tratarlo como un obstáculo para la comunidad.
Los radicales han llevado a cabo esta táctica históricamente contra la Iglesia, la monarquía, los conservadores, los liberales, los apóstatas políticos, los extranjeros, los comunistas y los fascistas. Contra quien fuera. No ha sido nunca un discurso sosegado, sino altivo, prepotente y excluyente.
Pero, al mismo tiempo, los radicales no han tolerado la más mínima crítica. Tampoco la devolución de un insulto.
Bien es cierto que esta práctica, el enfrentamiento al mismo nivel, servía para alimentar su radicalismo. Pero es que la gente insultada se acaba cansando.
El partido liderado por Santiago Abascal debía estirar al máximo las cadenas marianistas para tener una oportunidad con el viejo electorado del PP
Vox nació para rectificar al PP. Sus fundadores pensaron que los populares habían abandonado la senda de la derecha para convertirse en la comparsa ideal de la izquierda. Los populares eran un atajo de tecnócratas. De blandos que habían despreciado las ideas políticas (la ideología, dicen). Gracias a ello, la izquierda y el nacionalismo avanzaban a sus anchas en detrimento de la comunidad, de la historia y de España.
Esta postura crítica se expresaba de dos maneras. Con unas formas y un fondo sosegados. O con radicalismo.
Esta última fue la opción de Vox.
No dejaba de tener razón Vox. Mariano Rajoy creyó que las ideas políticas eran un lastre y que la gente confiaba en el PP pensando sólo en la gestión. Sin embargo, los populares recuperaron las ideas cuando Pablo Casado ganó las primarias en 2018, lo que creó un problema en Vox. El partido liderado por Santiago Abascal debía estirar al máximo las cadenas marianistas para tener una oportunidad con el viejo electorado del PP y disimular el cambio que suponía Casado. Así que Vox decidió dedicarse a lo que llama batalla cultural. Si Rajoy o el marianismo hubieran continuado, es evidente que Vox lo habría tenido más fácil.
La radicalidad retórica iba acompañada de una crítica general al sistema, al ‘consenso progre’, a los partidos clásicos y al entramado de la Constitución de 1978
La batalla cultural fue la excusa para un discurso radical sin complejos. Al mismo tiempo, Vox necesitaba exagerar las formas para cobrar protagonismo y tener portadas, que es la salvación de todo partido pequeño. Esa radicalidad retórica iba acompañada de una crítica general al sistema, al consenso progre, a los partidos clásicos y al entramado de la Constitución de 1978. Esto atrajo a la extrema derecha y en Vox encontraron cobijo falangistas, tradicionalistas y franquistas.
Vox era la derecha auténtica que haría la guerra a la izquierda. Todo el que no estuviera en ese frente, sobraba.
Así, desde 2014, Vox dedicó al PP insultos graves y dolorosos para los populares porque esos apelativos procedían en buena medida de antiguos compañeros de partido. Las descalificaciones (derecha cobarde, maricomplejines, traidores, fraCasado, progres, complejo de inferioridad) proliferaron en campañas televisivas y radiofónicas, y en las redes sociales. Esa retórica dio identidad a Vox desde su nacimiento.
El motivo de tanto insulto es que la formación nacionalpopulista sólo puede crecer a costa del PP. No obstante, una vez captados todos los votantes posibles procedentes de la derecha y de la extrema derecha, Vox se ha encontrado con un techo: no puede sustituir al PP sin ser el PP. La formación de Santiago Abascal, más moderado que otros dirigentes de su partido, sólo puede alcanzar el 15% del voto.
Es mucho. Pero es insuficiente.
Dos menosprecios de Casado fueron suficientes para que la hipersensibilidad del radical se pusiera de manifiesto
En su búsqueda de nueva identidad, a Vox sólo le faltaba tomar conciencia de que es un partido pequeño cuyo único papel es el de influir en los populares jugando con su apoyo para la formación de Gobiernos. Porque si el electorado no percibe que un partido puede alcanzar el poder, o influir en él, lo abandona. Véase Ciudadanos.
En esa nueva amistad con los populares, Vox debía borrar las huellas. La paradoja es que pedían amistad al partido al que se habían dedicado a insultar y despreciar durante seis años.
La fina piel del radical se vio durante la fallida moción de censura de Santiago Abascal, cuando Pablo Casado devolvió un quinquenio de menosprecios. No se trataba de atacar al líder de Vox ni a su partido, sino de demostrar que la política de centroderecha no se hace desde el histrionismo y la falta de formas, y que maquillar la búsqueda de protagonismo llamándola batalla cultural tiene un límite: la educación. Dos menosprecios de Casado fueron suficientes para que la hipersensibilidad del radical se pusiera de manifiesto.
Los que se habían dedicado a insultar al PP durante seis años dijeron que era intolerable recibir lo mismo durante una sesión parlamentaria. Y escenificaron la ruptura, que luego no sucedió porque ya hay demasiados cargos que necesitan seguir en política de una manera u otra. Tras la indignación vino el “somos necesarios”. El mismo mantra que el PCE y luego Izquierda Unida le recitaron durante años al PSOE en el ámbito local y el autonómico.
Los nuevos tiempos obligan a los estrategas de Vox a buscar diferencias con el PP para evitar su mengua, pero sin insultar a su único aliado
Lo mismo ha ocurrido tras la declaración de persona non grata contra Santiago Abascal en Ceuta. Jorge Buxadé ha dicho que Vox rompe relaciones con el PP por su abstención en la Ciudad Autónoma. Las redes y las terminales mediáticas de Vox se han activado a continuación para insultar al PP. Al día siguiente, el mismo portavoz de Vox ha matizado sus palabras. “Romper” significa “tomar nota”.
Es decir, nada.
La comunicación política juega con estas técnicas. Pero a veces resultan infructuosas. En el caso del nacionalpopulismo, el caso de Vox, la radicalidad sirve para cerrar filas y para mantener activos a los propios como agentes electorales constantes. Fuera de ahí, Vox tiene un problema: sólo puede pactar con el PP y nunca llegará a sustituirlo. Ha llegado a su casilla final y sólo de su capacidad de adaptación depende que continúe en la vida política.
A esto ha llegado por su propia naturaleza. Pero también porque el PP de Pablo Casado está creciendo a una velocidad que nadie esperaba. Si cuaja una alternativa de centroderecha al sanchismo, el discurso de Vox contra Sánchez y el nacionalismo hará el juego al PP. Porque los electores de ese ámbito político votarán a Casado como opción ganadora para cumplir el deseo de quitarse a Pedro Sánchez de encima.
Los nuevos tiempos obligan a los estrategas de Vox a buscar diferencias con el PP para evitar su mengua, como están mostrando los sondeos electorales, pero sin insultar a su único aliado. Vox buscó el desencuentro para encontrar su nicho electoral y lo logró. Pero puede ser su tumba si no se adapta al cambio de ciclo.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense y autor del libro La tentación totalitaria