Pedro Chacón-El Correo
Profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU
- El líder socialista debe demostrar que controla la deriva nacionalista y, si vienen mal dadas, se envolvería en la bandera española y arrasaría en unas elecciones
Cuando desde los críticos a Pedro Sánchez, que son legión -tantos, al menos, como los que le siguen-, se afirma que toda su ambición política consiste en salvar su futuro y que para ello es capaz de arriesgar la integridad misma de la nación, a mí esa premonición me deja perplejo. Porque si solo un individuo puede poner en riesgo a su propia patria con tal de salvarse él, una de dos: o es que la patria ya estaba muy malita -como dijo Ortuzar en el Alderdi Eguna-, o es que ese individuo es muy poderoso, que no creo que sea el calificativo más adecuado para definir a Sánchez.
Se me dirá que es porque aquí hay nacionalismos disgregadores. Pues permítanme que me entre la risa amarga. ¿Disgregadores unos movimientos como los de País Vasco y Cataluña, integrados en su base por ciudadanos cuyo origen, más o menos próximo, está en su mayoría en ambas mesetas, cuando no en el resto de la cornisa cantábrica o mediterránea? Creo sinceramente que el talante político de Pedro Sánchez, con su intuición incuestionable, su capacidad de improvisación contrastada y su ligereza de movimientos -entendiendo por tal, sin ánimo de ofender, su falta de sustancia política-, encaja a la perfección con nuestros nacionalismos vasco y catalán, donde una élite etnocrática controla y define unos movimientos populares integrados por una mayoría de población que, durante el siglo y medio en el que dichas regiones fueron el motor de la economía de todo el país, acudió allí desde todas partes de España.
Ni los nacionalismos, por su raíz inequívocamente española, ni Pedro Sánchez, por su egoísmo político, son creíbles. Así que vivimos en una opereta donde sale un personaje de sainete como Óscar Puente a despistar al personal porque su jefe no está en condiciones de subirse a la tribuna de oradores, no sea que le vaya a salir, sin querer, alguna afirmación inconveniente que pudiera echar al traste el equilibrismo pseudopolítico con el que pretende convencer a sus necesitados interlocutores. Y los nacionalistas han encontrado en Pedro Sánchez la perfecta percha en la que seguir colgando las reivindicaciones eternas en las que basan su única posibilidad de supervivencia, porque un nacionalismo sin reivindicaciones perpetuas no tendría razón de ser.
Entretanto, todos están de acuerdo en ridiculizar a Alberto Núñez Feijóo porque la rectitud política del personaje no da el juego frívolo que necesita el resto del arco parlamentario. La política en España se ha convertido en una disputa no entre un centro homogeneizador, representado por Feijóo o su hipotética sucesora Isabel Díaz Ayuso, y una periferia identitaria y reacia a ser engullida, encabezada por Sánchez y sus acólitos nacionalistas, sino más bien entre quienes pretenden que la política sea una cosa seria y basada en fundamentos de orden económico y social, y quienes la quieren convertir en un simulacro tragicómico de una realidad mostrenca, donde se trata de vivir al día. O, si no -en el caso de los nacionalistas-, haciéndonos creer que lo suyo tiene sentido histórico, profundidad identitaria, gravedad milenaria. ¿Cómo creerse eso de quienes confían en Sánchez para obtener sus fines?
Los seguidores de Sánchez, en cambio, sostienen que su actuación, y sobre todo su éxito, demuestra que ya no estamos en la época de Felipe González y Alfonso Guerra y de ahí que estos no comprendan los nuevos tiempos que vivimos. Unos nuevos tiempos en los que los nacionalismos, una vez conseguidas la mayor parte de sus reivindicaciones históricas y asentado definitivamente su ascendiente social y cultural en sus respectivos territorios, estarían ya en la fase final de su trayectoria para lograr la ansiada y funambulesca desconexión.
Pedro Sánchez vendría a representar, entonces, la figura del precursor de un nuevo tipo de político en España que, desde la parte centrípeta, digamos así, estaría dispuesto a fajarse con los nacionalismos sin complejos; y eso pasa, de modo indefectible, por verlo instalado en el poder. Y si no se nos explica así es porque, de hacerlo, desactivaría la confianza que los nacionalistas depositan en él, nos dicen. Sánchez, visto así, tendría todas las cartas en su mano. Puede controlar la deriva nacionalista, que deberá demostrar, en las inminentes elecciones autonómicas, cuál de sus ramas -con las consabidas disputas internas entre ellas- manda en Euskadi y Cataluña, con un PSOE al alza capaz de dictar sentencia en ambos territorios. Y puede envolverse en la bandera española, si vienen mal dadas, y arrasar en unas hipotéticas segundas elecciones.
Pero nada de eso quita para que confiar en Sánchez se nos represente, a muchos, como subir a una montaña rusa gigantesca y contemplar, con estupor, el aspecto desaliñado, cuando no zarrapastroso, de los operarios que la manipulan.