Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno otorga a la Ley de la Corona una prioridad sospechosa. No es lo mismo legislar «sobre» que «contra»
Una Ley de la Corona, prevista en la Constitución, no debería entrañar ningún problema ni suscitar controversias perturbadoras… salvo que la redacten los enemigos de la Monarquía, en cuyo supuesto no sería una ley «de» ni «sobre» sino «contra»; las preposiciones tienen en este asunto una importancia categórica. Y como los aliados de Sánchez han puesto al Rey en su diana, la repentina prioridad legislativa del Gabinete abre paso a una hipótesis sospechosa: la de que, so pretexto de proteger a la institución, pretenda encapsularla en una esfera accesoria. Cuando ni siquiera el sectario CIS de Tezanos registra el más mínimo debate en torno a la forma de Estado -que en el mayor de los casos preocupa a menos del uno por ciento de los ciudadanos-, la iniciativa gubernamental utiliza el escándalo fiscal de Don Juan Carlos para colocar la figura y la conducta de su hijo en primer plano. El sesgo oportunista de la operación no se le escapa al pensamiento más cándido: bajo la idea de regular las funciones del Monarca en un estatuto de rango orgánico puede latir la tentación política de anular su liderazgo, achicarle el campo y reducir su ya escaso papel público a un estricto marco ornamental o protocolario.
Incluso suponiendo que el proyecto cuente con el consenso de la propia Zarzuela y la mayoría constitucionalista del Congreso -lo que supondría dejar fuera a los independentistas y separar al PSOE de Podemos, es decir, fracturar la actual mayoría de gobierno-, será difícil evitar que el texto resultante se convierta de hecho en una ley de refrendo. Que en la práctica sea un instrumento para permitir al presidente el control absoluto de la actividad institucional de Felipe VI mediante la supresión radical de su autonomía de movimiento. De tal modo que no pueda volver a poner su autoridad en juego, como en octubre de 2017, para frenar un golpe o un levantamiento. El separatismo quedaría satisfecho aunque se permitiese el lujo de negar su visto bueno.
Sánchez está acostumbrado a envidar con cartas marcadas. En esta ocasión su baza consiste en que ni la Corona ni la oposición parlamentaria pueden objetar la maniobra sin exponerse a la amenaza de una crecida republicana ante la que el jefe del Ejecutivo argüiría que hizo todo lo posible por evitarla. De momento, al hablar de «modernización» y «renovación» de la Monarquía se ha asegurado una posición de ventaja a través de un marco mental favorable dibujado con palabras de resonancias mágicas en la opinión pública contemporánea: el que lo rechace quedará retratado en la actitud retardataria de una defensa de privilegios y antiguallas incompatibles con la regeneración democrática. El garito político del sanchismo es un «win-win» en el que siempre gana la banca. Y en esta apuesta apenas está disfrazada la trampa; tiene el regusto de los platos fríos en que se sirven las revanchas.