Presentación del acto de entrega del IX Premio COVITE

 

¿Cómo es posible?, podemos preguntarnos hoy, cuando las víctimas han adquirido representación corpórea. Porque hubo mucho tiempo en que la secuencia de los asesinatos era muy simple: el atentado iba seguido del funeral; después se llevaban a enterrar a la víctima a Villanueva de la Serena o más abajo. Y la buena conciencia de la sociedad vasca recuperaba su equilibrio después de una alteración pasajera.

22/5/2010

Presentación del acto de entrega IX Premio COVITE (Introducción)

Estamos aquí reunidos para hacer entrega del Premio Internacional que COVITE concede anualmente a la actuación en favor del recuerdo y apoyo a las Víctimas del Terrorismo. El premio, que en este año alcanza su IX edición, distingue a los autores del libro ‘Vidas Rotas’: Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey.

No tenía hasta hoy el placer de conocer a Marcos García Rey, pero me une una estrecha amistad con Florencio Domínguez y Rogelio Alonso y ésta es, por tanto una muy agradable noticia para mí, pero no sólo por la relación de afecto que me une a los autores. También y sobre todo por la entidad del libro que han escrito y por lo que éste supone para las víctimas del terrorismo etarra como un acto de justicia, por la reivindicación implícita que supone de su dignidad y su memoria.

Cristina Cuesta tuvo la amabilidad de citar unas palabras mías sobre ‘Vidas rotas’ en las que decía algo así como que estábamos ante una obra definitiva sobre las víctimas. Como dijo la presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, Maite Pagazaurtundua con afortunada metáfora, “estamos ante un monumento, un monumento a las víctimas hecho de palabras”.

Voy a contarles una escena de una película que hace unos años me conmovió hasta las lágrimas. Su título es ‘la vida es bella’ y fue dirigida por Roberto Benigni en 1997. Su argumento, desarrollado en la Italia fascista de 1939, anticipó alguna escena que posteriormente hemos vivido aquí, cuando a Santiago Abascal concejal del PP en Amurrio le pintaron unos caballos de su propiedad con una diana y la leyenda “PP, hijos de puta”, exactamente igual que los fascistas de Arezzo hicieron al caballo del protagonista, al que pintaron a brochazos la etiqueta ‘Cavallo ebreo’ en los prolegómenos de la tragedia. Al empezar la guerra, el protagonista, Guido Orefice, de origen judío, y su hijo Samuel, son detenidos y deportados a un campo de concentración nazi.

Para proteger a su hijo del horror y del peligro, el protagonista convence al niño de que todo aquello es un juego, una especia de concursoque sólo ganará si consigue esconderse tan bien que no le vea ninguno de aquellos malencarados guardias de uniforme y que el premio es nada menos que un tanque.

El niño consigue esconderse hasta los momentos finales del campo de concentración, cuando los nazis empiezan a asesinar a mansalva a los prisioneros con las fuerzas aliadas ya en puertas. El protagonista atrae la atención de un guardia de las SS para distraerle del cubo de basura en que se ha escondido su hijo y donde permanece toda la noche, ignorante de que su padre ha sido ametrallado.

Al despertarse, se encuentra con las calles del ‘lager’ vacías. Los nazis han huído y se oye el ruido de un motor. Josué se encuentra frente a un Sherman M-4, uno de los tanques que el ejército de EEUU y los de algunos países aliados usaron al final de la segunda guerra mundial. El niño corre hacia él y empieza a gritar: “Era verdad, papá. Hemos ganado un tanque.” El vehículo se para, por la torreta asoma un soldado norteamericano, que lo coge, lo sube hasta su altura y le pregunta: “What’s your name?”

Era una secuencia de un contenido simbólico impecable. Lo primero que hace la libertad es rescatar al individuo y preguntarle su nombre, el nombre judío, Orefice, que había bastado para llevar a la familia al campo de exterminio.

Éste es, en mi opinión, el mérito principal del libro y de sus autores, por el que el Colectivo de Víctimas del Terrorismo les ha distinguido justamente con su premio de este año. Lo que han hecho Florencio, Rogelio y Marcos ha sido exactamente lo mismo que el piloto del tanque americano: han preguntado a todas y cada una de las víctimas su nombre para hacer este soberbio vademécum, que es a la vez un completo tratado sobre las víctimas del terrorismo etarra.

Antes de que los autores escribieran ‘Vidas rotas’ ni siquiera sabíamos su número. En los periódicos se podían leer estimaciones vagamente aproximadas: más de 800, unas 900, casi mil. Ahora lo sabemos con toda precisión: en el momento de la publicación eran exactamente 857, a las que debemos añadir desdichadamente al policía francés Jean-Serge Nérin, asesinado cerca de París después del robo de vehículos que un comando terrorista perpetró el día 16 de marzo último.

En este libro están recopilados todos ellos. “estos son los nombres, estos los oficios”, por decirlo con un verso que el poeta vizcaíno Gregorio San Juan escribió hace muchos años. En él están las circunstancias de sus asesinato y el nombre de sus sus victimarios que nadie podrá borrar de la historia de la infamia de nuestro pueblo. Cuando han podido ser esclarecidos los crímenes, lo que no ha sido posible en todos los casos, desgraciadamente.

Quiero decirles que todos los días leo alguno de los capítulos de estas vidas rotas para recordar,-esa es su condición de vademécum,-la historia de una de las víctimas. Hay algo en el crimen que nos marca especialmente a los humanos. En la escala de los comportamientos de la gente, no hay nada tan bajo, tan despreciable, tan miserable como el asesinato de un ser humano a manos de otro.

“Sólo el que mata es la categoría / que dejo fuera de mi sentimiento”, escribió Pablo Neruda en su libro póstumo. Por eso no hacemos justicia cuando llamamos a los asesinos por el nombre de las bestias, y les ponemos nombres de alimañas o de fieras. No hay en el reino animal más que una sola especie que asesina. Las bestias matan por miedo, para alimentarse o para defender a su camada de lo que intuyen como un peligro. Sólo el hombre es capaz de matar por odio, sin obtener de la destrucción del semejante otra satisfacción que la de sus más bajos instintos.

Quizá por eso el crimen se nos queda como una foto fija en la memoria, en el momento de conocerlo. A mí me pasa con muchos de los asesinatos de ETA. No con todos, claro. Por muy buena memoria que se tenga, sería imposible recordar cada uno de los crímenes que se cometieron en lo que se ha dado en llamar los años de plomo, ese trienio terrible entre 1978 y 1980, en el que los terroristas vascos superaron todas sus marcas anteriores y posteriores: 68 víctimas mortales en el año que aprobamos la Constitución, casi tantas como todas las que se habían cobrado hasta entonces. Ochenta en 1979, año del Estatuto y 98 en 1980, primer año de nuestra autonomía.

¿Cómo es posible?, podemos preguntarnos hoy, cuando las víctimas han adquirido representación corpórea a los ojos de la sociedad vasca. Pues aunque sea duro decirlo, es necesario: porque hubo mucho tiempo en que la secuencia de los asesinatos era muy simple: el atentado iba seguido del funeral. Después se llevaban a enterrar a la víctima a Villanueva de la Serena o más abajo. Y la buena conciencia de la sociedad vasca recuperaba su equilibrio después de lo que había sido una alteración pasajera.

Recuerdo un caso. El de Luis Andrés Samperio Sañudo, inspector de la Policía Nacional. Fue asesinado el 24 de abril de 1997 cuando estaba a punto de entrar en el portal de su casa a la hora de comer. Era un viernes y como todos los viernes de entonces yo iba con mi mujer a comer a casa de mi suegra, en Deusto, a 200 metros de donde vivía la víctima. Vimos su cuerpo cubierto con una sábana, a la espera de la orden judicial que autorizara el levantamiento del cadáver.

El viernes siguiente, al hacer el mismo recorrido, vimos en aquel mismo lugar un camión de mudanzas y allí, en la acera, unos pocos enseres, un tresillo, una mesa, algunas sillas y un caballito balancín. “Eso era todo”, pensé entonces, una mecánica de los hechos permitía borrar de la memoria colectiva a tantas y tantas víctimas que desde aquí mandábamos con un coche fúnebre o alejar su recuerdo perturbador, con su familia, en un camión de mudanzas.

Este libro era necesario para que las víctimas permanecieran siempre entre nosotros. Para que no se desvaneciera su recuerdo hacía falta que los tres premiados de hoy se dirigieran a ellas, una a una, y les preguntaran, como el soldado del tanque americano: ¿cómo te llamas?

23/5/2010

Entrega del Premio COVITE (Conclusión)

El comentario de ayer corresponde a la introducción del acto de entrega del premio que tuvo lugar a mediodía de ayer en el palacio Miramar, de San Sebastián, en una presentación que corrió a cargo del blogmaster. Reproduzco hoy el resto de sus palabras, con las que presentó al resto de los intervinientes en el acto:

A continuación se va a desarrollar el acto de la entrega del premio, propiamente dicho. Estaba previsto que hoy interviniera en primer lugar el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra Robles. Lamentablemente, asuntos de su ministerio le han obligado a viajar hoy en Valladolid para asistir a una reunión de jueces. Sus palabras, que ha dejado por escrito, van a ser leídas por Javier Urquizu, miembro de la Junta de Covite, hijo de José María Urquizu Goyogana, teniente coronel de Sanidad, asesinado en la farmacia familiar de Durango el 13 de septiembre de 1980.

Él estaba destinado en Burgos, pero volvía los fines de semana y echaba una mano en la farmacia que había fundado su padre y regentaba su hermano. Aquel día era sábado y una pareja entró en el establecimiento, preguntó por él y le dijo que querían hacerse unos análisis. Mientras estaba mirando el microscopio sus asesinos le dispararon en la cabeza y huyeron.

Años después, Javier declaró al diario El País (copio de ‘Vidas rotas’):

La farmacia Urquizu, con nuestro padre, con nuestro tío, y antes con nuestro abuelo Pascual, prestó servicio a Durango durante varias generaciones. Todos los que trataron a nuestro padre lo querían y lo apreciaban. Muchos siguen vivendo para dar fe de ello. Y en privado la dan. En público, por alguna misteriosa razón, cuesta un poco más (cosa rara, dada la libertad que aquí gozamos). Antes que nuestro padre cayeron otros; después también. Por cierto, ni el lehendakari de 1980 ni nadie de su Gobierno se dignó mandar siquiera un simple telegrama de condolencia.

Así son las cosas, querido Javier. Martin Luther King dejó escrito que “cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX no nos parecerá que lo más grave sea las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas”.

En la película de la que os hablaba antes, Horst Bucholz encarnaba al doctor Lessing, un médico amable que jugaba con el protagonista a plantearse ingeniosas adivinanzas. Desaparece al comienzo de la guerra y vuelven a verse los dos tiempo después. Orefice, en una fila de presos; el doctor Lessing, con un estetoscopio. Era el médico del campo.

Javier Urquizu va a leerles el mensaje del presidente del Tribunal Superior de Justicia, Juan Luis Ibarra Robles.

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Recuerdo perfectamente aquel 25 de octubre en que fue asesinado en el Boulevard donostiarra el comandante militar de Guipúzcoa, el general Rafael Garrido Gil, que viajaba con su esposa, Daniela Velasco Domínguez de Vidaurreta y el hijo de ambos, Daniel Garrido Velasco. Aquel día era sábado y Herri Batasuna había convocado una manifestación en Bilbao a favor de la negociación. Dos terroristas, en una moto se pusieron a la altura del vehículo, que se había detenido ante un semáforo en rojo y depositaron una bolsa con una carga explosiva en el techo del automóvil, al que quedó sujeta por imanes, huyendo a toda velocidad. El gobernador militar y su familia fallecieron en el acto. El conductor, el soldado Norberto Cebrer Lozano, resultó herido con graves quemaduras. La ciudadana portuguesa María José Teixeira Gonçalves, que pasaba por allí fue alcanzada por la onda expansiva y falleció 17 días después.

Recuerdo que el entonces delegado del Gobierno, Ramón Jáuregui hizo una consideración amarga hacia la autorización por parte de la Audiencia de aquella manifestación, estableciendo una relación causal entre el asesinato de la mañana y la manifestación de la tarde. Un juez le abrió diligencias por aquellas declaraciones. Se llamaba Juan Alberto Belloch y diez años después habría de ser ministro de Justicia y de Interior.

Silverio Velasco Domínguez de Vidaurreta, cuñado del general Garrido, hermano de Daniela y tío de Daniel, va a tomar ahora la palabra para leer el acta de la Junta de COVITE en la que se concede el premio a Florencio Domínguez, Rogelio Alonso y Marcos García Rey.

En aquel mes de marzo de 1982, ETA y sus franquicias mataron mucho. Siete víctimas mortales: un cabo de la Guardia Civil, en Rentería, dos inspectores de Policía y una profesora de Inglés en Sestao, el delegado de Telefónica en San Sebastián, un policía nacional, encargado de su escolta, también en San Sebastián, y un médico en Urnieta.

El delegado de Telefónica se llamaba Enrique Cuesta Jiménez y era el padre de nuestra querida Cristina Cuesta, presidenta de COVITE. Fue asesinado en compañía de su escolta el 26 de marzo a las tres de la tarde, un año y cuatro meses después de que los terroristas hubieran asesinado a su antecesor en el cargo.

Yo conocí a Cristina Cuesta cuatro años después, el 13 de abril de 1986. Se celebraba aquella mañana en el salón de la Kutxa en San Sebastián una mesa redonda en la que intervenían varios políticos, expertos en terrorismo y directores de medios. En el tiempo de coloquio se levantó una joven de entre el público. Estaba sentada en la parte trasera del salón, a la izquierda. Y con algunos nervios, pero con una convicción extraordinaria nos hizo saber que era la hija de Enrique Cuesta, asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas y que llamaba a todas las víctimas a levantarse, a identificarse, a unirse a ella. Fue un momento impresionante para todos los que estábamos en aquel acto.

Tiene la palabra la presidenta de COVITE, Cristina Cuesta.

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Vamos a proceder a la entrega de los premios. Cada uno de los autores va a recoger su premio de manos de una víctima. Finalmente, Florencio Domínguez Iribarren dirá unas palabras en nombre de los tres, que yo espero que sean de agradecimiento, pero con Florencio, que es de Caparroso, nunca se puede estar seguro del todo.

En primer lugar ruego que se adelante Ángela Urcelay, viuda del policía nacional Basilio Altuna, asesinado por ETA en Erentxun, el 6 de septiembre de 1980. En el mes de julio de 2006, me llamó Jorge Martínez Reverte. Había recibido el encargo de la Fundación de Víctimas del Terrorismo de hacer un documental sobre las víctimas y me convocaba, con otras personas, para una tormenta de ideas, una discusión abierta sobre la cuestión, para sentar las bases del documental.

Una de aquellas personas era un joven psicólogo llamado Ángel Altuna Urcelay. Me impresionó mucho por su serenidad, su equilibrio y por la sencillez con la que contó una circunstancia fundamental del asesinato de su padre. “Cuando lo mataron”, dijo con una simplicidad extraordinaria, el Gobierno de UCD había empezado a negociar con Euskadiko Ezkerra la disolución de los polimilis. El asesinato de mi padre no fue investigado y sus asesinos siguen impunes.

El relato era turbador para mí, porque yo había considerado en su día que la disolución de ETA Político-Militar había sido un proceso modélico. Lo era, desde luego, si lo comparamos con el proceso de Lizarza, pero había tenido un coste en términos de impunidad que hoy las víctimas no soportarían.

Ángela Urcelay va a entregar el premio a Marcos García Rey.

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El día 7 de marzo de 2008 era el día del cierre de la campaña electoral para las legislativas que se iban a celebrar el 9 de marzo. Yo estaba preparándome para escribir un artículo sobre el particular: cierre de la campaña y perspectivas para el domingo, cuando me llamaron del periódico en el que escribo, El Mundo, para darme la noticia de que ETA había asesinado en Mondragón a Isaías Carrasco Miguel, delante de su casa, en el momento que salía para ir a trabajar.

En aquel momento cambié los planes para escribir sobre su asesinato. En aquellos días me llamó la atención algo que era nuevo. Las víctimas ya no se callaban. Durante muchos años, demasiados, en este oficio mío se había empujado a las víctimas del terrorismo hacia la corrección política. Cuando la banda soltaba a algún secuestrado, después de que hubiera pagado el rescate, siempre había algún imbécil que preguntaba a la víctima cómo lo habían tratado los secuestradores. Generalmente, el recién liberado, presa de lo que los psicólogos llaman ‘el síndrome de Estocolmo’, respondía que bien. Sólo recuerdo dos excepciones: Javier Rupérez y el empresario Julio Iglesias Zamora.

Sandra Carrasco tenía veinte años cuando asesinaron a su padre hace dos. Y ella fue también una excepción a tantas víctimas que, agobiadas por el conformismo medioambiental habían rumiado su dolor a solas y había respondido lo que se esperaba de ellas cuando se les preguntaba: Que perdono a los asesinos y que espero que la muerte de mi marido sea la última. Enrique Múgica había dado la vuelta a esta actitud en febrero de 1996, tras el asesinato de su hermano Fernando.

Y Sandra Carrasco también lo hizo después del de su padre. Y en aquella plaza de Mondragón se oyó alto y claro su amor a su padre y su indignación contra los asesinos: “Estoy muy orgullosa de mi padre, dijo, y sólo puedo decir que son unos hijos de puta.” Las víctimas han dejado atrás hace tiempo la invisibilidad.

Sandra Carrasco va a hacer entrega del premio a Rogelio Alonso.

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La historia de Ramón Baglietto la conocí por el libro que su hermano Pedro Mari escribió, contando los hechos en el lugar de su hermano, como una memoria apócrifa del crimen, que tuvo lugar en el Alto de Azkárate, el 12 de mayo de 1980. Este caso y las circunstancias que lo rodean constituyen una de las historias más terribles de una época cuajada de historias terribles.

El hecho de que su victimario fuera el niño al que él había salvado la vida 18 años antes, al arrebatarlo de los brazos de su madre, a punto de ser arrollada por un camión, nos sitúa en la consideración que hacía antes sobre lo inadecuado de las comparaciones zoológicas para una deshumanización que, paradójicamente, só puede ser humana.

El hecho de que el asesino volviera a su pueblo tras cumplir condena y que instalara una cristalería en los bajos del piso en el que vivía la viuda de Ramón nos dice mucho del ambiente en el que se han movido las víctimas en el País vasco durante tantos años. Muchos de vosotros veríais el programa de televisión que se realizó hace unos años con cámara oculta. Aquel tipo, Kandido Azpiazu, era el exponente de la kandidiasis moral que afecta a Euskadi. “Tú pregunta a la gente si está con ella o si está conmigo”, decía, ignorante de que estaba siendo grabado. Es verdad que no eran completamente indiferentes a la presencia insobornable de su víctima. “cuando te la cruzas por la calle, se te queda mirando con la cabeza alta”, contaba la mujer del asesino. “Esta señora no tienen ninguna humildad”.

He coincidido varias veces con Pilar Elías en actos como éste y siempre me he sentido impresionado por la fortaleza moral de esta mujer. También me he sentido agradecido por esa arrogante y bendita soberbia de las víctimas, que es una alegoría de la dignidad en medio de un país que la ha perdido tantas veces. De un país, de su país, del que ella nunca ha renegado.

Pilar Elías va a entregar el premio a Florencio Domínguez Iribarren, que hablará en nombre de los tres premiados.

Santiago González en su blog, 23/5/2010