ABC 11/06/14
DAVID GISTAU
Uno de los síntomas de la vulgaridad de nuestro tiempo es que, al oír la palabra anchoas, la gente piensa en el charlatán Revilla antes que en las que Carlos V se hacía llevar desde Santoña hasta su retiro en Yuste, donde se dio a la gula entre relojes, tropas de plomo y maestros cerveceros que le licuaban Flandes en una jarra. Mientras el Rey vive sus despedidas más sentimentales entre taurinos y militares, pienso en todas las cosas que son traspasadas al eslabón dinástico siguiente cuando, para un emperador, el de Mühlberg y el Saco, la llegada de las anchoas constituye un acontecimiento del que ser informado.
Esto anida en la petición de un baño de masas –que una proclamación real no se conforme con parecer la sesión de investidura de un primer ministro– con el que obtener el brillo ornamental que suelen proporcionar los fastos nupciales y, por añadidura, reñir la calle al republicanismo. En realidad, más que una retórica de muchedumbres, más que una competición de legitimidades basada en cuántas personas se logra concentrar, de la proclamación a uno le interesa el discurso fundacional del reinado. Lo demás es atender a la galanura y el vestuario. Pero no deja de inspirar tristeza el modo en que el republicanismo, mientras permanece atascado en la anacrónica reducción ideológica con su jerga años treinta, avienta estos días la coacción demagógica de que «en un país en el que la gente se muere de hambre» (sic) el solo hecho de concebir un ceremonial de Estado supone una provocación. Qué deliciosa agitación jacobina, esta que nos sitúa a cinco minutos de que alguien reproche a Letizia, después de saber que no hay pan, responder: «Pues que les den pasteles».
Pedíamos un republicanismo que no fuera ideológico ni una revancha de la guerra. Pedíamos un republicanismo a la francesa. Pero no este, no el que consiste en una añoranza de la guillotina que jamás fue levantada en la Puerta del Sol.