Concordia, reconciliación, reencuentro, nuevo comienzo, unidad, cooperación, convivencia, normalidad, diálogo, legalidad, constitucionalidad, utilidad, principios, valores, recuperación, integración, proyecto. Estos son algunos de los términos del discurso de Pedro Sánchez en el Liceo barcelonés, destinado a explicar a una representación de la sociedad catalana las razones del Gobierno para conceder el indulto a los dirigentes condenados por su participación en el intento de secesión de Cataluña en octubre de 2017. Pese a semejante abanico de bellas palabras, es difícil aceptar un discurso que contradice las proclamas del presidente en otros momentos y que no ofrece indicios sobre sus planes frente al ‘problema catalán’. Porque se precisa una explicación sobre la estrategia a seguir para justificar una decisión que cuenta con la valoración negativa de la Fiscalía y del Tribunal Supremo, y que introduce serias dudas sobre la igualdad de los españoles ante la ley, el respeto del Gobierno a las decisiones judiciales y la legalidad de una medida que aplica de forma colectiva un mecanismo legislado para ser utilizado con criterios estrictamente individuales. Nos centraremos en los presupuestos políticos que subyacen tras los indultos.

«No partimos de cero, pero hay que empezar de nuevo», dijo también el presidente. Cierto, en Cataluña no se parte de cero, su Estatuto es competencialmente generoso: la lengua, la enseñanza, la cultura, los medios de comunicación están regidos por normativas y por organismos identificados con el nacionalismo, y cualquier propuesta de modificación inducida por sectores no nacionalistas es descalificada y negada. Obsérvese que ese diálogo tan demandado por los nacionalistas se niega taxativamente a sus conciudadanos catalanes.

Es posible que alguna competencia susceptible de ser trasferida esté pendiente, pero no se trata de nada que otorgue un poder cualitativamente superior al que actualmente dispone la Generalitat. Subyace la reivindicación de una mejora de la financiación autonómica. No se hace con la grosería con la que un Aragonès más joven proclamaba «España nos roba», pero sí hay un fondo de repulsa a que Cataluña siga financiando, como comunidad rica, a otras con indicadores de renta y riqueza muy inferiores. Pretender, por tanto, más recursos para Cataluña en detrimento de otras comunidades debería ser una línea roja infranqueable para este Gobierno y para los partidos que lo apoyan. Una de las tareas de la mesa de negociación entre gobiernos que más podría contribuir al reencuentro invocado por el presidente sería encontrar la manera de que Cataluña, junto con las demás comunidades ricas (Madrid, País Vasco y Navarra), contribuya en mayor medida a redistribuir la riqueza en el conjunto de España. No es difícil vaticinar que los defensores del diálogo sin restricciones no estén dispuestos a hacerlo sobre esta cuestión.

Quizás no exista un plan del Gobierno frente al ‘problema catalán’ y solo haya golpes de efecto y puestas en escena para ocultar el vacío; o exista, pero no se comunique a la ciudadanía. Ninguna de las dos hipótesis invita al optimismo.

Porque lo que sí sabemos es lo que pretenden los independentistas. Llegamos así a la paradoja que delata el nudo del problema: el reencuentro, la convivencia, el nuevo comienzo y demás loables objetivos no son compartidos. Los independentistas no quieren comenzar nada con el resto de España, no quieren convivir, no quieren ningún encuentro. Al contrario, quieren irse. Y mientras no puedan hacerlo, se niegan a estar en las mismas condiciones que el resto de sus conciudadanos españoles. Ese es el problema real, lo demás es hojarasca.

El Gobierno no quiere dar la necesaria batalla ideológica. No desde otro nacionalismo, el español, sino desde los valores ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. Se debe explicar lo más sencillo: no hay nada en Cataluña o en el País Vasco que permita reivindicar más derechos que los de otros territorios; hay en el Estado autonómico un sólido reconocimiento de la España plural, superior al de la mayoría de los países europeos; no hay derecho a romper la ciudadanía común, a irse con lo suyo y con un poco de lo de todos; no existe, por tanto, ningún derecho de autodeterminación, aunque se encubra como ‘derecho a decidir’. Finalmente, quien no esté dispuesto a convivir con sus conciudadanos sin privilegios ni derechos especiales no es un demócrata… y habrá que combatirle, esté en la cárcel o fuera de ella.

Sánchez señaló que no era casualidad la elección del Liceo como escenario del discurso, en tanto que edificio renacido de sus cenizas gracias al esfuerzo colectivo. Se le olvidó decir que a diferencia del incendio del Liceo, el que sufre Cataluña desde que comenzó el ‘procés’ ha sido intencionado. Y que los pirómanos están en la calle.