José María Múgica-Vozpópuli

Mucho se habla estos días del proyecto de Presupuestos Generales del Estado presentado por el gobierno. De su rigor, a sabiendas de que en todo caso lo que quede de ellos será una gigantesca deuda pública –hoy ya en billón y medio de euros–, que habrá que ver quién la paga y a qué precio: nosotros va a ser difícil que lo hagamos; nuestros hijos tampoco parece probable. Lo que no sabemos es cuál sea el precio a pagar por la sociedad española.

Las estimaciones del gobierno para el año que viene nos recuerdan las que figuraban en los presupuestos para este año 2022: un crecimiento del 7% era lo que se esperaba, se nos dijo, cuando la realidad es que quedaremos por poco por encima del 4%. Ahora, para 2023, la estimación es de un crecimiento por encima del 2% para el próximo año; cifra desmentida por importantes instituciones, como el Banco de España, la AIReF o el FMI que rebajan ese crecimiento a la mitad o incluso por debajo. Lo que parece garantizado es que España no recuperará su crecimiento a niveles previos a la pandemia, hasta el año 2024, convirtiéndose en un farolillo rojo de la Unión Europea en esa materia, y con una deuda pública con crecimiento exponencial en estos últimos años.

Los presupuestos tienen ya el apoyo del gobierno, léase PSOE y ya no sabemos si llamarles Unidas Podemos, o Sumamos o qué, dado el carácter arriscado por el que atraviesan desde hace tiempo, en manifiesta crisis, las gentes de Yolanda Díaz. Pero, claro, con esos votos no se alcanza la mayoría parlamentaria para aprobar esa ley.

Naturalmente, en el camino de debilitar el estado de derecho, siendo que se trata específicamente ERC y Bildu de fuerzas que proclaman su propósito de combatir la Transición y la Constitución, que manifiestamente impugnan

Y es aquí donde, a mi juicio, viene un problema adicional y de notoria importancia: ¿qué van a pedir para aprobar ese proyecto fuerzas como ERC, PNV o Bildu? Mi impresión es que tendrán relativamente poco de medidas económicas, y mucho de contenido político. Naturalmente, en el camino de debilitar el estado de derecho, siendo que se trata específicamente ERC y Bildu de fuerzas que proclaman su propósito de combatir la Transición y la Constitución, que manifiestamente impugnan.

En lo que hace a Cataluña, se encuentra encima de la mesa el debate sobre lo que ERC denomina “desjudicialización”. Dicho en román paladino, la derogación de nuestro Código Penal en materia del delito de sedición, por el que fueron condenados determinados autores de la asonada del 1 de octubre de 2017 y posteriormente indultados por el gobierno.

Es el propio gobierno de la nación el que plantea reformar el delito de sedición tal y como está contemplado actualmente en el Código Penal. Nos dice el gobierno que se trata de homologarlo a las penas que se imponen en otros países de la Unión Europea y que esa reforma se abordará tan pronto como tenga mayoría parlamentaria que le permita obtener esa modificación; mayoría que no puede ser otra, precisamente, que la que aporte ERC, lo cual requiere necesariamente un pacto previo en esa materia.

La cuestión está en que el gobierno se remite a penas impuestas en otros países de la Unión Europea para castigar el delito de sedición, cuando lo cierto es que países de primera línea de la Unión –caso de Alemania, Francia e Italia– castigan con mayor dureza todavía que en España el delito de sedición. Se comprende mal cómo se homologa una reforma en esa materia cuando los principales países de nuestro entorno tienen unas penas más graves para el mismo delito.

Si el delito de sedición se deroga, o se modifica de tal manera que no alcance a los autores de aquella asonada de hace cinco años, o les rebajen las penas, ese problema queda resuelto

En todo caso, la eventual modificación del Código Penal en materia del delito de sedición es ciertamente grave pues es indiscutible que el objetivo último de tal reforma del Código Penal no sería otro que contemplar cómo el ex presidente Puigdemont y otros más, verían decaída su responsabilidad penal por la vía de los hechos. Si el delito de sedición se deroga, o se modifica de tal manera que no alcance a los autores de aquella asonada de hace cinco años, o les rebajen las penas, ese problema queda resuelto. Los fugitivos podrían volver a Cataluña sin mayores problemas.

El único precio sería, como de costumbre, asomarnos a un estado más débil, a una nación más golpeada y, a la postre, a una democracia de peor condición. Es lo que inevitablemente sucede cuando el gobierno se apoya en nacionalismos supremacistas, singularmente ERC y Bildu, legatario a su vez del terrorismo etarra. Por más que lo pretenda el gobierno, es inevitable pagar el precio de la imposición que esos aliados parlamentarios exigen. Y así, es el propio gobierno el que queda desorientado, diremos que desfigurado e irreconocible. Ya la defensa de la Constitución, de la unión de la nación, deja de ser su gran objetivo. Mayorías parlamentarias cantan.

Es fácil comprender, en suma, que toda modificación que se realice en el Código Penal en materia del delito de sedición tiene un único y exclusivo destinatario por favorecer: los responsables del levantamiento golpista del 1 de octubre de 2017. Y nadie, absolutamente nadie más. Extremo este ciertamente grave pues se juega con la premisa de favorecer a los que desacataron la ley en su día y continúan burlando los derechos de los ciudadanos en esa comunidad.

Hasta aquí a día de hoy, en espera de las novedades que, con seguridad se irán produciendo en materia de esa reforma legal. Y también tendremos tiempo de saber qué aspectos reclaman gentes como Bildu para aprobar los Presupuestos Generales del Estado, sabiendo de antemano que la única noción que les impulsa no es sino debilitar nuestro Estado de derecho. Pero ya tendremos ocasión de hablar sobre ello cuando sus pretensiones estén claramente puestas encima de la mesa.