Pretérito imperfecto

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Reflejada en el espejo sanchista, la memoria del felipismo se beneficia de una indiscutible ventaja comparativa
LA nostalgia es un espejo de aumento donde la memoria se refleja con un solo color y el tiempo borra los episodios amargos, las huellas sucias o las sensaciones dolorosas. Pero la Historia es un relato de tornasoles, de claroscuros, de luces y sombras, y esa mezcla de momentos heroicos y trances miserables, de avances épicos y esperanzas rotas, de aventuras brillantes y frustraciones desoladoras, deja siempre un rescoldo de certezas incómodas. La narrativa del felipismo se beneficia en esta efeméride de una indudable ventaja comparativa que enaltece la imagen de sus protagonistas como gigantes gulliverianos entre la tribu de enanos de la actual clase política. Es un fenómeno lógico: los errores se olvidan, las páginas menos decorosas se vuelven amarillas y la distancia provoca una ensoñación retrospectiva que embellece el recuerdo de los años vividos o de la juventud perdida y lo envuelve todo en una agridulce pátina de melancolía. Ha ocurrido con toda la Transición, mitificada por su final razonablemente feliz a despecho de sus frecuentes convulsiones, de sus agujeros negros, de sus zozobras, de sus improvisaciones, de sus desaciertos. Pero aun así una mirada objetiva, un balance más o menos neutro de sus virtudes y defectos, un recorrido desapasionado por aquel período de turbulencias y bandazos resueltos a golpes de intuición, destellos de lucidez y voluntad de acuerdo, permite concluir que a pesar de todo fue una historia de éxito.

Lo mismo ocurre con la etapa de gobierno de González, el ‘felipato’. Claro que hubo capítulos sombríos: la corrupción, el abuso de poder, los GAL, las concesiones al nacionalismo, la progresiva transformación de un proyecto sensato y pragmático en un compacto bloque de liderazgo cesáreo. La arquitectura legislativa de desarrollo constitucional tuvo a menudo un sesgo doctrinario y esos fallos de cimentación generaron las posteriores grietas del modelo democrático. Pero los tres primeros mandatos –el último fue ya la antesala del fracaso, salpicada de soberbia y agujereada de escándalos– cerraron el círculo de la normalización civil tras el régimen de Franco. El agitado socialismo republicano se transformó en socialdemocracia moderada y se integró sin mayores tensiones en el nuevo marco monárquico. El impulso de reformas estructurales y el ingreso en el club europeo convirtieron a España en un país moderno y concluyeron el proceso de homologación y respeto internacional que el Rey Juan Carlos y Suárez habían abierto. Y los grandes asuntos de Estado fueron gestionados por consenso. Esa cuenta de resultados no merece el desdén adanista de Sánchez y Zapatero, molestos de ver que el juicio histórico de la derecha es más benévolo y que la silueta de sus antecesores achica su endiosamiento, ese narcisismo autocomplaciente y hueco de creer que el verdadero progreso de España empezó con ellos.