Juan Carlos Girauta-ABC

  • Dos meses largos de estado de alarma. Se ha impuesto la arbitrariedad

Entre 2002 y 2018 muchos reclamamos la regeneración de la democracia española. Resumo el empeño: que los valores fundacionales recuperaran su significado. El uso y el tiempo habían pervertido las relaciones entre poderes, y las instituciones traducían sin más, en su composición, los designios de dos cúpulas partidarias. Por fortuna, no siempre su voluntad.

Cuando las mayorías se completaban con muletas nacionalistas, a la pérdida de calidad democrática se unía el temerario avance en una carrera de ventajas territoriales y de transferencias sin fin, cuando apenas quedaban los meros atributos de soberanía para chalanear. Esa dinámica impedía cerrar el proceso autonómico. Una anomalía permanente.

Al deterioro de los controles y equilibrios entre poderes, y a los groseros cambios de color

de instituciones con vocación de neutralidad, vino a unirse en 2012 el «procés», un diseño de reforma de la Constitución por vía diferente a la que esta prevé (definición canónica de golpe de Estado). El plan fue creciendo y cristalizando a la vista de todos sin que casi nadie reaccionara.

La causa última del proceso golpista estaba en la imposibilidad de mantener la inmensa red clientelar de CiU: las arcas catalanas estaban vacías por la crisis y la deuda autonómica se había convertido en basura innegociable. Por eso el pulso al Estado de Derecho lo inició Artur Mas -que se creía un excelente estratega- en forma de ultimátum: o Cataluña tenía un sistema de financiación como el vasco, o exigirían un Estado propio. Ni podía ni quería Rajoy ceder a ese chantaje. Y no cedió.

La causa última de la gran movilización social que acompañó a aquel movimiento hay que buscarla en el borrado de España en Cataluña, en su liquidación simbólica. Hacía demasiado tiempo que los catalanes percibían la Generalidad como algo diferente (y enfrentado) al Estado, que su prensa distinguía entre Cataluña y España, que el nombre de la nación común solo se pronunciaba en público para el escarnio o el insulto. Cuando un catalán se preguntaba «¿quién manda?» veía la plaza de San Jaime. Hubo golpe, y resultó que el Estado existía. Bien.

Y en eso llegó Sánchez, enseñó los dientes y las élites se rindieron de inmediato. Resucitó al secesionismo, inventó una mesa ajena a las instituciones para recuperar la parte inconstitucional del Estatut (sin reforma constitucional) y hablar de autodeterminación.

Elipsis: dos meses largos de estado de alarma. Se ha impuesto la arbitrariedad. Se ha borrado al Rey. Las instituciones están colonizadas por el PSOE más una fuerza cuya misión declarada es acabar con el sistema del 78. Se han violado masivamente derechos y libertades fundamentales. La economía se asoma al abismo. Las intromisiones en el Poder Judicial son la norma. Los que perseguíamos la regeneración de una democracia deteriorada hemos moderado nuestra ambición: ahora nos basta con que no la maten.