José Luis Zubizarreta-El Correo
- Homofobia, machismo y xenofobia no son conceptos negociables ni siquiera mediante eufemismos que no logran ocultar su verdadero significado
Yo no puedo dejar entrar en el Gobierno a aquellos que niegan la violencia machista, a quienes están deshumanizando a los inmigrantes y a quienes despliegan una lona y tiran a la papelera la bandera LGTBI». Con estas palabras, reiteradas cuantas veces se le ha preguntado, proclamó la aspirante popular a presidir el Ejecutivo de Extremadura, María Guardiola, su postura en las negociaciones con Vox. De las interpretaciones que se han hecho dos me merecen especial mención. Una se centra en el desbarajuste que la aspirante ha desvelado, sin quererlo, que reina en su partido, más parecido, si se compara su actitud con la adoptada, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, al ejército de Pancho Villa que a una organización disciplinada. La otra prefiere fijarse en la relación entre ética y política, valores e intereses, que sus palabras han sometido a debate. A ésta me referiré en adelante.
Homofobia, machismo y xenofobia constituyen, como ha acertado en decir la aspirante extremeña, el núcleo ideológico que, en la conciencia popular, mejor define la política de Vox. Son lo más tóxico de su doctrina y resultan, por ello, lo más contaminante en sus relaciones con los demás partidos. No cabe disimular su toxicidad, como ha hecho Feijóo para justificar las decisiones adoptadas, con la argucia de la aritmética o de las singularidades locales. Comprometen valores éticos de carácter categórico y alcance universal. Repugnan además al conjunto de convicciones y sentimientos que años de dramática experiencia y consenso normativo han acumulado en el acervo cultural de nuestra ciudadanía. Cualquier intento de sustraerse a tales valores, siquiera mediante el lenguaje, equivale a una condena al ostracismo político y a la extravagancia social.
Según esto, a la hora de negociar acuerdos, Vox no puede pretender que su postura en estos temas sea admitida en el juego del ‘do ut des’, en el que las cesiones de uno se compensan con las del otro. Sería trapichear con mercancía prohibida. El veto de María Guardiola a la inclusión de Vox en su Gobierno no es, en este sentido, sino la negativa a aceptar ideología tóxica como moneda de cambio. Es lo que ha hecho su colega de la Comunidad Valenciana con su apresurado e irreflexivo entreguismo al lenguaje de Vox. La cosa no va de excluir, por principio, a partidos constitucionales, sino sólo sus propuestas tóxicas, por muy escamoteadas que vengan bajo cambios de denominación. Como se ha dicho –aceptando quizá pulpo como animal de compañía–, la cuestión no es con quién se pacta, sino qué se pacta. La malévola torpeza de Vox consiste en querer introducir en el acuerdo, no lo que los aliados comparten, sino lo que a uno de ellos repugna, convirtiendo la transacción en un trágala. En las alianzas se pacta lo común y se excluye lo propio y particular. Así es como puede llegar a evitarse el blanqueo de lo tóxico y convertir el pacto en valladar frente a la disrupción y en garantía de estabilidad. Vox exhibe, por contra, una total ignorancia de las convenciones democráticas.
La experiencia de esta pasada legislatura debería habernos servido de lección. Uno de los lastres que el PSOE arrastra en estas elecciones no consiste tanto en con quién ha pactado, sino en qué ha pactado. Tanto en el caso de ERC como en el de UP, su problema es que, al acordar con ellos, ha asumido cesiones que repugnaban, bien a su acervo ideológico, bien a compromisos contraídos. Con aquél o con éstos, chocaban, por ejemplo, en el caso de ERC, los indultos a los condenados por el ‘procés’, la supresión de la sedición y la reforma de la malversación, mientras que, en el de UP, no eran parte de su acervo tradicional ni las leyes del ‘sólo sí es sí’ y trans, tal y como se aprobaron, ni la asunción de un feminismo belicoso y divisivo que han supuesto una crisis de militancia y la enajenación de no pocos simpatizantes. Ningún pacto puede implicar que uno deje de ser lo que es. A no ser, claro, que eso sea lo que uno quiere.
Pero, dicho esto como pretenciosa guía de pactantes, resulta oportuno recordar su aplicación al caso específico del PP, a quien la superposición de los procesos de negociación tras las elecciones del 28-M y de campaña para las del 23-J ha puesto en un brete del que no acierta a salir y que va a ser aprovechado hasta el final por sus adversarios. De su opción por la vía extremeña o por la valenciana van a depender, en gran medida, sus posibilidades de éxito o fracaso. Y, llegados a este punto, le va a resultar muy difícil apostar por sólo una de ellas.