Prisas y pausas

KEPA AULESTIA, EL CORREO 29/06/13

Kepa Aulestia
Kepa Aulestia

· No es tarde para que el PNV se pregunte de qué le sirve un plan propio de paz, y para qué lo necesita Euskadi.

La situación en que, nada más ver la luz, se encuentran el Plan de Paz y Convivencia y la ponencia parlamentaria del mismo nombre está recibiendo calificativos poco optimistas respecto a su futuro inmediato. Pero los negros augurios sobre su viabilidad no son una mera constatación de las diferencias políticas existentes; como si la mezquindad partidaria provocase la zozobra de tan justas, certeras y desprendidas iniciativas. Más bien demuestran que se trata de fórmulas tan excesivas como inconsistentes, que simplemente se desvanecen cuando se amplía la perspectiva. Como un mapa de carreteras con rutas por las que únicamente transitan sus promotores.

En política la virtud nunca se encuentra en el justo medio –fijado siempre de manera interesada– sino en el acierto. Y éste tampoco se alcanza a través del empeño misionero, puesto que no se trata de transmitir la fe. ¿O sí? La convicción, cuando menos aparente, de que el plan de paz constituye el punto virtuoso al que están convocados EH Bildu en un extremo y el PP en el otro, o que es ése también el lugar que ocupa la ponencia parlamentaria, olvida hasta qué punto tal pretensión puede ser ignorada por todos los que no la compartan. Hace unos años el entonces lehendakari Ibarretxe llegó a afirmar que el ‘proceso de paz’ debía ir adelante al margen de lo que hiciera ETA. En ocasiones lo más reprochable de las iniciativas presuntamente de paz no es que traten de corresponder a las exigencias etarras sino que proponen un cuadro de soluciones que sublima el problema.

El largo rodeo que se describe en el plan de paz no es la línea más recta que pueda imaginarse entre el momento actual y cualquier otro mejor. Posiblemente la distancia más corta, tanto para la desaparición definitiva de ETA como para aligerar la carga penal que pesa sobre sus presos, sea dejar que ellos tomen sus propias decisiones sin tutela alguna por parte de quienes insisten en su ofrecimiento de llevarles de la mano por tan laberíntico recorrido. Tanto los presos encuadrados bajo la disciplina de ETA como los autodenominados ‘huidos’ se refieren a su suerte futura demandando ser partícipes del proceso de paz. El eufemismo quiere decir que reclaman ser beneficiarios de algo que se volvería tangible precisamente con su regreso al hogar. Pero ni los segundos optan por algo tan sencillo como pasar la frontera francoespañola –dando por supuesto que la mayoría de ellos no tiene causas de importancia pendientes con la Justicia– ni los primeros cuentan todavía con el permiso de sus superiores en la jerarquía etarra para solicitar individualmente la mejora de su situación.

Quienes administran hoy el moral y políticamente devaluado patrimonio de ETA hacen ver que no tienen ninguna prisa para venderlo, a la espera de que se les ofrezca un precio mejor, porque no pueden admitir que lo que intentan colocar en el mercado de la especulación política vale menos que nada, y además pretenden quedarse con la marca por no claudicar y por si les sirve para algo en adelante. No acaban de comprender o de aceptar que son ellos los que deberían darse prisa. Cuanto más tarde se decidan a avanzar en el trecho que les falta –disolución de ETA y reconocimiento del daño causado– más durará su situación. Porque si lo que tratan es de que los demás reconozcan que sus condenas no fueron justas, dado que su actuación respondió a los impulsos de necesidad de todo un pueblo, tampoco les quedará otro remedio que continuar en el limbo construido para justificar el pasado etarra al precio –y este sí que no podría rebajarse– de cumplir sus condenas mientras se resisten a progresar de grado. También por eso sería penoso que las cúpulas de las formaciones parlamentarias, o algunas de ellas, siguiesen creyendo que el de la paz es un terreno políticamente feraz.

La crisis del Pacto de Ajuria Enea fue a la vez efecto y causa de que el PNV decidiera, a mediados de los años 90, ensayar una vía propia hacia la pacificación de Euskadi. El diseño de aquel intento fue encargado a tres burukides en los que el partido jeltzale depositó su confianza, del mismo modo que el lehendakari Urkullu lo ha hecho en Jonan Fernández. Fue el plan jeltzale de entonces como ahora lo es el presentado por el secretario general de Paz y Convivencia. Es el plan del PNV, en última instancia, porque el PNV no tiene otro y porque los demás han tomado muchas distancias respecto al mismo como para pensar que solo hay que esperar a que se acerquen. El partido de Ortuzar y Urkullu no gana nada con todo esto. Ni aporta necesariamente algo que la sociedad reclame, ni contribuye a que las cosas cambien. Sin embargo está en la naturaleza del plan que o se hace o no se hace. No permite medias tintas, ni administrar con racanería los esfuerzos requeridos. Claro que estos podrían acaparar la energía que Urkullu, su gobierno y su partido precisa emplear en todo lo demás a cambio de casi nada.

Sus promotores han estado a punto de advertir de que o se está con el plan o se está contra la paz y la convivencia. Pero ésa no es la dialéctica en la que pueda permitirse incurrir el partido de gobierno. Aunque el PNV sabe que si no pone a todas sus estructuras a militar con Jonan Fernández la iniciativa nunca será suya y dejará de ser.

No es demasiado tarde para una breve pausa que permita al PNV preguntarse de qué le sirve un plan propio de paz. Y sobre todo para qué lo necesita Euskadi. Posiblemente la virtud esté en permanecer quietos a ver si los añorantes de las armas se dan más prisa.

KEPA AULESTIA, EL CORREO 29/06/13