Moquel Escudero-El Imparcial
Me plantean unos conocidos míos si soy anti-Israel o soy anti-Hamás. Buena pregunta, me digo. De entrada, no soy anti nada. Pero rechazo sin paliativos cualquier organización dedicada al ejercicio del terror y del asesinato, entregada a la compulsión de sembrar dolor y miedo. ¿Puede un Estado orientarse hacia esa dirección?
Al igual que los Estados Unidos apoyaron a los talibanes afganos en sus combates contra la URSS (recuérdese el testimonio de la película Rambo III), Israel potenció a los yihadistas salafistas de Hamás para desplazar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat (quien recibió el premio Nobel de la Paz en 1994, junto a Simón Peres e Isaac Rabin, por sus esfuerzos por la paz en Oriente Medio). En ambos casos, esas organizaciones paramilitares se volvieron en contra de los Estados que las potenciaron.
Nada de lo que ocurre en el mundo se entiende sin la poderosa presencia de los complejos de industria armamentística. Se estima que en esta industria se concentra más del 40 por ciento de la corrupción del comercio mundial. Hay un desvío constante de la producción de armamento hacia los conflictos bélicos. También una falsificación masiva del certificado de ‘último destino’ que limita la venta de armas a determinados países. Asimismo, el tráfico de armas y el tráfico de drogas a gran escala están interconectados. Es la cruda realidad de unos negocios que todo lo tiñen y de la que no se tiene una conciencia vigorosa que permita captar e interpretar las atroces hipocresías que se producen alrededor. Por doquier está extendida una política exterior oportunista e inmoral de la que no se rinden cuentas.
Hay una gran confusión en torno a la actual guerra de Gaza. Parece ser que más de un año antes de los salvajes ataques terroristas de Hamás, los servicios de inteligencia israelíes alertaron de lo que se planeaba y fueron desoídos al estimarlo inverosímil; fue un error catastrófico. Israel está aislado en medio de una jungla hostil, lo que genera una dinámica de paranoia y de vigilancia permanente, la cual ‘justifica’ el ejercicio de la brutalidad, la injusticia y la falta de humanidad. Los palestinos están presos por la organización criminal de Hamás, que los emplea como escudos, y por las tropas israelíes de Netanyahu, que los martillea sin piedad. ¿Con quién se puede estar entonces, sino con los crucificados? Es imprescindible desactivar el acoso y la humillación, el odio y la barbarie, continuamente atizados. ¿Pero cómo hacerlo?
Leo al periodista australiano Antony Loewenstein, autor de El laboratorio palestino (Capitán Swing), denunciar la ideología tóxica que envuelve la realidad diaria de Israel en Palestina y que presenta a los palestinos como inherentemente violentos e irracionales, que no pueden evitar ser terroristas. Loewenstein, hebreo y no sionista, afirma que Israel y sus aliados deben a elegir entre su compromiso con el sionismo y su adhesión a los valores liberales, “teniendo en cuenta el apartheid que atraviesa Israel y Palestina”.
No debe olvidarse que buena parte de los palestinos fueron expulsados y cruelmente convertidos en refugiados fuera de las fronteras del Estado de Israel, construido en 1948 bajo la ideología sionista. Theodore Herzl, fundador del sionismo moderno, escribió en El Estado judío (1896): “Para Europa formaríamos allí (en Palestina), un baluarte contra Asia; estaríamos al servicio de los puestos de avanzada de la cultura contra la barbarie”. Parece que no es así, a pesar de que para el ayatolá iraní Jomeini los hombres no se hacen obedientes si no es con la espada. O de quien hace diez años anunció el califato universal, desde la gran mezquita de Mosul, el jefe del Dáesh Abu Bakr al-Bhagdadi: “Oh musulmanes, el islam nunca fue ni un solo día la religión de la paz. El islam es la religión de la guerra”; una cosmovisión, pues, incompatible con los diferentes. Ante esto, los ‘progres’ antijudíos miran a otro lado y no se dan por enterados.
Yo repudio todo totalitarismo y toda ideología volcada en el supremacismo, y no puedo ser antiárabe ni antijudío. Pero tampoco puedo estar incondicionalmente en pro de nada. Israel es un Estado democrático y liberal y unas ideologías tóxicas (unas en su seno y otras externas) pulsan por desvíarlo de la absolutamente necesaria democracia responsable, la que trabaja por una valiente apertura a la diversidad. Como cualquier Estado, Israel comete contradicciones graves, entre ellas una de la que se habla poco: la de haberse negado siempre a reconocer el genocidio armenio, sin duda para proteger sus relaciones con Turquía. Ojalá Israel aspirara a ser un referente amable para todo el mundo árabe. Se dirá que esto es pedir la Luna, pero lo contrario es abocarse a desastres a cada cual peor.