Espoleado porque una mayoría de alemanes no hizo frente a la patología que supuso el nazismo, el llamado ‘patriotismo constitucional’ de Jürgen Habermas constituye probablemente la aportación teórica más relevante de las últimas décadas al problema del desarrollo de una teoría de la modernidad que se proponga superar la incapacidad de las fuerzas económicas y burocráticas para hacerse cargo de nuestros fines últimos.

La cuestión teórica giraba en torno a si las normas universales pueden tener una justificación racional o, por el contrario, son arbitrarias y se encuentran sujetas al relativismo y decisionismo del momento. Para acometer esta tarea Habermas introdujo el ‘paradigma de la comunicación’, según el cual en todo diálogo se hallan envueltas pretensiones de validez en torno a la verdad de lo que se dice y a la rectitud moral de los actos.

La pregunta que Kant se hacía sobre ‘¿qué debo hacer?’ no tiene parangón con ‘¿qué quiero hacer?’ o ‘¿qué puedo hacer?’ Mientras la primera exige razones, en las otras se imponen los deseos y oportunidades que uno tiene para hacer algo. Lo que debo hacer es lo que tiene buenas razones para hacerse. Con el giro habermasiano, el imperativo kantiano se transforma en lo siguiente: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras convertir en ley universal, somete tu máxima a la consideración de los demás a fin de hacer valer discursivamente sus pretensiones de validez».

Una vez establecido el núcleo teórico, el siguiente paso de Habermas desemboca en una teoría de la democracia que precisa el concurso del Derecho y en la que tiene su anclaje el concepto de ‘patriotismo constitucional’. En un mundo descentrado, solo las condiciones procedimentales de la génesis democrática de las leyes aseguran la legitimidad del Derecho establecido. No hay Derecho legítimo sin democracia, pero tampoco democracia sin instituciones y procedimientos jurídicos que sean sensibles a las cuestiones políticas, morales y jurídicas tematizadas en la esfera de la opinión pública.

Por otro lado, el patriotismo constitucional constituye el intento de superación de la vieja identidad nacional. La nación de ciudadanos basa su identidad no en una comunidad natural de rasgos étnico-culturales, sino en la praxis de ciudadanos de un Estado que ejercen derechos de participación. Para los alemanes, el patriotismo constitucional significa «el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascismo, establecer un Estado de Derecho y anclar éste en una cultura política democrática».

Cabe hacerse la pregunta de hasta qué punto es identificable en España la existencia de una suerte de patriotismo constitucional y a qué tipo de amenazas se encuentra sometido. La identificación de una corriente de patriotismo constitucional indicaría la superación de dos tipos de problemas: de un lado, que se ha establecido una identidad colectiva postnacional que ha hecho frente a los viejos focos nacionalistas y ha logrado superar las patologías a ellos asociadas (terrorismo en el País Vasco y golpismo en Cataluña); y, de otro, el arraigo de una cultura política participativa en la que el Derecho legítimo brota de la democracia y de instituciones y procedimientos jurídicos ordenados.

Empero, sobre las dos se ciernen serias amenazas. De un lado, se observa un deterioro en el entramado de equilibrio institucional: abuso del decreto-ley y devaluación del Parlamento; control de la Fiscalía General del Estado; choques entre el Poder Legislativo y el Tribunal Supremo; intentos espurios de control del Consejo General del Poder Judicial; falta de acuerdos de Estado con la oposición, etcétera. Todo ello, como consecuencia de la debilidad del Gobierno y de la deriva populista del presidente Sánchez, que le conduce a una consideración del espacio político como ámbito exclusivo de acciones estratégicas orientadas al éxito y que imposibilitan los acuerdos.

Por otro lado, la debilidad parlamentaria del PSOE legitima e insufla fuerza y protagonismo a las fuerzas nacionalistas que nos presentan un futuro cerrado que niega el pluralismo razonable de ciudadanos con visiones filosóficas, religiosas y morales diferentes, sin espacio para la autorrealización del individuo. El PSOE, llevado de la mano autoritaria de Pedro Sánchez, nos conduce a un escenario de instituciones dañadas, trincheras entre comunidades y desigualdad entre ciudadanos que se aleja de la ‘libertad en común’ del patriotismo constitucional y del acervo republicano donde la comunidad se construye con los demás.