Di Mi liberada: 

El presidente en funciones de la Generalidad de Cataluña, Mariano Rajoy Brey, convocó elecciones autonómicas cuyo resultado ha dado una mayoría parlamentaria favorable al retorno a la presidencia del hombre al que Rajoy destituyó, Carles Puigdemont i Casamajó, fugado de España a causa de sus cuentas pendientes con la Justicia. El fugitivo ganó esas elecciones por la torpeza política y jurídica del Estado español, que ni le detuvo ni fue capaz de obligarle a volver a España, facilitándole hacer así una intensa y exitosa campaña electoral.

La misma y perseverante torpeza permite ahora al fugitivo dirigir las negociaciones para su investidura, que ya cuenta con el asentimiento de una mayoría de diputados electos.  Puigdemont nunca volverá a ser presidente de la Generalitat sin coletillas. Podrá serlo añadiendo el adjetivo legítimo, localizando su presidencia en el exilio o atribuyéndole galones de República. Pero Rajoy no le traspasará el poder. No aceptará su investidura a distancia ni tampoco por delegación y Puigdemont no llegará a la presidencia para entrar después en la cárcel. El Gobierno convocó las elecciones y seguirá ejerciendo sus funciones hasta que lo sustituya otro gobierno. Ante la imposibilidad de elegir a Puigdemont, la mayoría independentista deberá tomar una decisión: o elige a un hombre de paja para la presidencia o asume que Rajoy siga al frente de la Generalidad con el 155 activo. Esta última situación puede ser llamativa: un legislativo flamante enfrentado al ejecutivo. Para imaginar algunas de las extravagantes circunstancias que puede acarrear esta situación cabe evocar el largo período sin gobierno que atravesó España antes de que Rajoy fuera otra vez elegido. Y aquellas sesiones, como la dedicada al acuerdo europeo sobre los refugiados, en que hubo de encararse a una mayoría parlamentaria distinta de la que le permitía seguir en funciones. Tendría su punto de interés que el futuro parlamento de Cataluña sometiera al ministro Zoido a una sesión de control. Y ya no digamos al propio Rajoy o a su delegada Saénz de Santamaría. El nuevo parlamento catalán podría decidir también la repetición de las elecciones.Bastaría que después de la imposibilidad legal de investir a Puigdemont dejara transcurrir el plazo de elección de un nuevo presidente, que caduca a principios de abril. Sin embargo, las decisiones que pueda tomar el parlamento estarán sometidas, mientras no haya gobierno, a la voluntad de Rajoy, que por el artículo 155 puede limitar parcial o completamente sus competencias. Entre ellas la de convocar, aunque sea por pasiva, nuevas elecciones. 

Es dudoso que el independentismo decida escoger esta vía de abierto enfrentamiento institucional. Para empezar tiene poco sentido que renuncie a gobernar en beneficio de que lo haga el 155 cuando tiene una mayoría suficiente en la cámara. Gobernar es disponer del presupuesto y de la televisión, del dinero y del relato. Es comprensible que en estas primeras escaramuzas intente forzar la elección de Puigdemont. Pero una vez visualizado, como gustan decir, que Puigdemont es el presidente legítimo no debe de haber mayor problema para que cualquier otro diputado cumpla con la formalidad institucional. Esta bicefalia daría lugar a situaciones grotescas. Pero el adjetivo aplicado a Cataluña resulta ya indiferente. Y mucho más cuando se observa la situación de cerca. El Proceso, entendido como un asalto revolucionario a la democracia española, ha acabado en derrota, con sus máximos dirigentes en la cárcel o huidos, la autonomía intervenida y el país partido en dos. Dos millones de catalunyenses han dado su apoyo a esa derrota. Entiéndase bien: un apoyo a la derrota, en sí, como es lógico que suceda en una comunidad enviciada con ella. En Cataluña hay dos millones de víctimas marcialmente organizadas. Como lo demuestra la drástica inmovilización posterior al 1 de octubre, su única exigencia es no pasar nunca de la condición virtual de víctima. El resultado de la bicefalia será que en el interior habrá un gobierno que se ocupará de los asuntos corrientes, sin merma importante de la legalidad, y en el exterior un gobierno infatigablemente destinado a la gestión de la ilegalidad y de la propaganda, que recibirá desde el interior la legitimidad y el dinero. Una formalización, en realidad, de la bicefalia política y social de Cataluña. 

Dije que el Proceso ha acabado en derrota, pero no es exacto. La experiencia ha sido victoriosa en la propaganda. El independentismo catalán se ha convertido en Europa, y en parte del mundo, en un lugar común. Es verdad que es un lugar común vinculado a la peor discrepancia, desde Assange a Putin, pasando por los fascistas de Flandes. Pero la inconsistencia de la prensa extranjera ha acabado dándole un eco inusitado, sin desvelar del todo su carácter fraudulento. El Financial Times, un ejemplo que vale por muchos, satiriza ahora la posibilidad de un gobierno por Skype; pero durante la fase previa se tomó con seriedad el delirio y ayudó a que fuera tomado seriamente. La operación de propaganda puede verse corregida y aumentada si Puigdemont sigue gozando de sus actuales facilidades para gobernar desde un exilio que las circunstancias tecnológicas relativizan a su favor. Su victoria ante Junqueras ha sido, también, la victoria de lo digital ante lo analógico. Mientras el antiguo vicepresidente sigue rezando en Estremera y escribiendo cartas a mano, dando más pena que gloria, Puigdemont invierte el sintagma y sonríe en las fotos y en el plasma, siempre un punto cínico. Mejor el plasma que el plasta. No es lo mismo el hipsterismo que el histerismo. El experimento de un gobierno dividido en dos, de un gobierno en el exilio de acuerdo ¡por vez primera en la historia! con el gobierno del interior y sobre todo con la televisión del interior, no es solo viejunamente nacionalista: tiene también un aire seductor de modernidad subversiva. Por si todo ello no fuera suficiente al Govern de la República le encaja como un guante la deriva principal de nuestro tiempo. Lo que Masha Gessen dice en el New Yorker sobre el libro de Michael Wolff dedicado a Trump puede aplicarse sin trauma alguno a los planes virtuales de Puigdemont: «Que Fire and Fury pueda ocupar un espacio tan grande del debate público degrada aún más nuestro sentido de la realidad, a la vez que crea la ilusión de que la reafirmamos». Ciertamente. El Govern de la República jamás será un hecho. Pero qué importancia tendrá esa menudencia en nuestra política. 

Y sigue ciega tu camino 

A.