Ignacio Camacho-ABC
- La estructura intangible de la Carta Magna está siendo desguazada a conciencia. Se trata del consenso, el pacto fundacional de la Transición, que constituía su núcleo de cohesión interna, la línea maestra que integraba a todos los españoles en un modelo de Estado y de convivencia
Una constitución no es sólo un texto normativo. Es la expresión epocal de un conjunto de valores compartidos sobre los que una nación define su soberanía y organiza su convivencia a través de un gran acuerdo social y político. El gran mérito del constitucionalismo democrático consiste en acoger bajo ese gran compromiso una serie de paradigmas ideológicos y morales distintos y construir con ellos un escenario de entendimiento colectivo. Las constituciones son reglas de juego para arbitrar conflictos mediante el mutuo reconocimiento de respeto a unos mismos principios cuya importancia no radica tanto en la letra, siempre revisable, como en el espíritu.
Cuando el ministro de Justicia dijo el miércoles en el Congreso que España está en una «crisis constituyente»
no aludía al eterno debate sobre la reforma del articulado. Estaba sugiriendo, admitiendo más bien, la existencia de un proyecto global que no es de reajuste o de enmienda sino de reemplazo. Un proceso que va más allá del horizonte inmediato para apuntar a un salto sobre las bases de relación política de los últimos cuarenta años, y que no necesita de la formulación explícita de un trámite parlamentario porque se está desarrollando ya en una dinámica de hechos consumados. El objetivo no es derogar el régimen del 78, como pretenden los socios de investidura más arriscados, sino ignorarlo, diluirlo en un entorno de cambios prácticos que simplemente lo arrumben en la conciencia de la sociedad como un trasto. Cambiar el cuadro sin tocar el marco.
En realidad, la estructura intangible de la Carta Magna ha sido ya desguazada a conciencia. Se trata del consenso, el pacto fundacional de la Transición, que constituía su núcleo de cohesión interna, la línea maestra que integraba a todos los españoles en un modelo de Estado y de convivencia. La polarización de la vida política, su transformación en un campo de batalla lleno de trincheras, tiene como finalidad la impugnación del liberalismo y la derecha, a los que se etiqueta como fascistas para expulsarlos en la práctica del sistema y establecer una legitimidad unívoca en torno al credo de la izquierda. La autoasignación de una hegemonía moral por parte del bloque de investidura -sanchismo, nacionalistas y Podemos- invalida el presupuesto primordial de la restauración democrática y rescata el mito cainita de las dos Españas entregadas a una perpetua confrontación sectaria. La tardía acta de paz de la contienda civil -como la definió Alfonso Guerra- que sirvió para abrir la nueva etapa ha quedado anulada de facto bajo un impulso retroactivo de revancha que aspira a volver al punto de partida de la fracasada experiencia republicana. Más que a una crisis constituyente, como dijo Juan Carlos Campo, asistimos a un período destituyente, a la deconstrucción de la vieja -y fecunda- alianza de concordia transversal, interpartidaria, como paso previo a la creación de una atmósfera proclive para una posdemocracia que más pronto o más tarde reclame su propia Constitución de nueva planta.
Ese clima va avanzando a través de la deslegitimación de las instituciones -la Corona, la oposición, la justicia, las fuerzas de seguridad- y de los pilares de la sociedad autónoma como el empresariado, la prensa o cualquier otro elemento capaz de interferir la interlocución plebiscitaria entre ciudadanos y Gobierno. Engolfado en los poderes de un estado de excepción encubierto, el presidente Sánchez ha acabado por asumir la estrategia de Podemos, cuyo líder ha visto en la pandemia ese cúmulo de condiciones objetivas que los politólogos conocen como el «momentum»: la oportunidad de acelerar y consolidar un proceso. Para ese salto adelante no hace falta abordar una revisión de la norma fundamental que tropezaría con su complejo blindaje interno y la falta de masa crítica en el Parlamento; basta con rodearla mediante leyes que instituyan un orden paralelo vacío de cualquier atisbo de consenso.
Arrinconada la oposición liberal bajo el exitoso estigma del fascismo y descartada la fiabilidad institucional del PSOE pese a los esfuerzos del felipismo tardío, la independencia del poder judicial se perfila como única posible garantía frente al asalto anticonstitucionalista. El pulso por controlar la magistratura, planteado ya por el Ejecutivo de manera inequívoca, adquiere en la agenda de este mandato una importancia cenital, decisiva. Es en ese contexto en el que debe interpretarse la acusación cada vez más explícita de que las togas forman parte de una sombría trama golpista, un «lawfare» de beligerancia ilegítima. Tomadas sin complejos la Abogacía del Estado y la Fiscalía, se trata de ablandar la resistencia de la de los jueces intimidando su autonomía. Por eso resultaba especialmente inquietante que la declaración de crisis de régimen proviniese del ministro… de Justicia. La renovación del CGPJ y de un tercio del Tribunal Constitucional será la prueba de fuego de esta legislatura; exigiendo ambos trámites mayoría cualificada, el papel del Partido Popular se vuelve absolutamente estratégico. De su capacidad para mantener el statu quo depende en gran parte el equilibrio sistémico, amenazado sin tapujos por el empuje expansivo del Gobierno. Aislado de cualquier acuerdo, el centro derecha conserva en su mano una esencial capacidad de bloqueo; su fortaleza ante la presión va a determinar a plazo medio el futuro del concepto de nación y de Estado que hemos venido conociendo.
De forma más o menos planificada -en el sanchismo todo es improvisación aunque Iglesias tenga las ideas claras-, la fase deconstituyente se ha puesto en marcha. E irá adelante si no encuentra topes o diques porque en una sociedad atemorizada por una grave crisis económica y de salud pública es fácil abrir paso a la falsa seguridad de una deriva autoritaria. Frente al narcótico clientelar, los mitos populistas y el esplendor pirotécnico de la propaganda se hace más necesaria que nunca una verdadera pedagogía de la democracia. El verdadero peligro para la libertad proviene siempre de la resignación, la autocomplacencia y el exceso de confianza.