Es simplista afirmar que una redacción de un Estatuto, por sí sola, rompa una unidad constitucional. También, afirmar que el crecimiento del sentimiento soberanista en Cataluña sea producto sólo de actitudes de los partidos españoles, de la sentencia del TC, o de la caverna mediática mesetaria, sin valorar el discurso que políticos y líderes de opinión han ido creando.
No sé si quienes hablan del presentismo como una de las características estructurales de la cultura contemporánea -el vivir el momento, el instante, la necesidad de satisfacer inmediatamente los deseos, la inmediatez en la información, en las transacciones financieras- son conscientes de lo que dicha característica significa desde la perspectiva antropológica: la renuncia al retraso de la satisfacción de las necesidades como elemento constitutivo del ser humano en su especificidad frente a la mecánica instintiva de los animales, y en parte todavía de los niños.
Pero lo cierto es que esa idea de que las cosas suceden en el momento, de que la historia ha dejado de existir, porque el pasado ya no es una referencia real y porque el futuro ha sido plenamente colonizado por el presente, de que los procesos sociales deben ser instantáneos, de que lo que existe como proceso social debe poder ser medido en el momento, pues de otra manera no existe, parece que se va imponiendo.
Es lo que ha imperado, y sigue imperando, en los discursos que acompañan al nuevo Estatuto catalán y a la sentencia del Tribunal Constitucional. Mientras algunos esperaban que el nuevo Estatuto catalán, con su mera aprobación en el Parlamento catalán y en el Congreso de los Diputados, iba a producir automáticamente la ruptura de la unidad constitucional, otros se dedicaban a afirmar que España no se rompía y retaban a los primeros a mostrar dónde estaba la ruptura de España.
Tanto para unos como para otros lo que no ocurre en el momento no existe, la ruptura se debía producir en un momento instantáneo, mientras que para otros debiera ser algo que se pudiera ver en el momento. Nunca estaría mejor dicho que unos y otros se comportan como niños sin conciencia del horizonte temporal, si no fuera demasiado irrespetuoso.
Pero en ambas opiniones aparece con claridad el desconocimiento completo de cómo funcionan los procesos sociales, de los tiempos necesarios para que los procesos sociales se originen, maduren y se desarrollen. El propio término proceso parece haberse vuelto inconcebible en las sociedades actuales, pues un proceso significa desarrollo en el tiempo de algo que llega a ser sin haber sido así antes de la maduración del proceso: una obra de arte llega a ser lo que es al final de un proceso de maduración, y llega a ser algo que antes no existía en el mundo.
Ahora, sin embargo, y en referencia al nuevo Estatuto catalán, antes y después de la sentencia, a unos les parece que la presencia de un artículo en el texto posee efectos inmediatos en la realidad social y política, mientras que a otros les parece que no posee ningún efecto si inmediatamente la realidad social y política no cambia.
A pesar de esta forma de considerar la realidad social entre mecánica y mágica, entre atemporal e inmediata, existen procesos sociales cuyas características es conveniente recordar. En contra de lo que piensan muchos políticos, las palabras y los textos poseen eficacia social, entre otras cosas porque son actos sociales. Demasiados políticos se colocan en una posición de omnipotencia cuando actúan como si fueran capaces de dejar sin efecto una palabra que han pronunciado por razones estrictamente tácticas, y la retiran por las mismas razones tácticas, sin darse cuenta de que, una vez pronunciada, esa palabra adquiere vida social propia y sus efectos pueden perdurar más allá de las intenciones de los políticos y de su creencia en su propia omnipotencia -los resultados del Euskobarómetro se lo recuerdan una y otra vez al PSE-.
Lo mismo ocurre con los textos: aunque en el momento de aprobar una bilateralidad en las relaciones de una autonomía con los órganos comunes de un Estado no suceda nada en la práctica inmediata, sí es cierto que puede quedar abierta la puerta a una confederalización del Estado. Estos efectos, sin embargo, no se ven hasta pasado cierto tiempo.
Por otro lado, se equivocan quienes piensan que los procesos sociales se desarrollan según el principio de la causalidad mecánica. Existe más pensamiento mágico que capacidad de raciocinio en la creencia de que los efectos sociales se ajustan a las intenciones de los actores sociales. Todos los historiadores terminarían en el paro si no existiera la necesidad de rastrear las diversas y bien plurales condiciones que van confluyendo en la conformación de determinados acontecimientos históricos: Necker, primer ministro del rey absolutista francés, no le recomendó a su rey la convocatoria de los Estados Generales del reino para abrir la puerta a la Revolución francesa, aunque ése fuera el resultado final.
Es simplista afirmar que una determinada redacción de un Estatuto, por sí solo, rompa una unidad constitucional. Y es simplista afirmar que la razón del crecimiento del sentimiento soberanista en Cataluña -si es que se trata de una evolución consolidada y consecuente- sea producto sólo de determinadas actitudes de los partidos españoles, de la sentencia del TC, o de la caverna mediática mesetaria, como acostumbran a escribir muchos en Cataluña, sin tener en cuenta la narrativa, el discurso que políticos, medios de comunicación y líderes de opinión han ido creando, recurriendo no pocas veces a la invención de España como ‘lo otro’ rechazable que hace necesaria la autoafirmación catalana, por razones a veces tácticas, otras electorales, no pocas veces simplemente económico-financieras, otras motivadas por la inseguridad que afecta a todos en los procesos de globalización.
Antaño se decía que Dios escribe con renglones torcidos. Hegel hablaba de la trampa de la historia. Hoy algunos se refieren a la acumulación de efectos colaterales de las intenciones de la primera modernidad para tratar de explicar lo que está sucediendo en las sociedades modernas. Todo ello no es más que un toque de atención a los políticos para que no se encierren en sus intenciones o en las de sus adversarios, y atiendan a la complejidad de los procesos y tiempos sociales para actuar con menos pensamiento mágico y más responsabilidad.
Y convendría no olvidar que si política significa algo, ese algo tiene que ver con la capacidad de unir y no la de separar.
Joseba Arregi, EL CORREO, 10/7/2010