EL PAÍS 24/08/17
JORGE MARIRRODRIGA
· La red social puede reverdecer laureles con la política hecha en 140 caracteres
Twitter ha tenido una evolución interesante. Lo que se anunció como una red social completamente abierta e instantánea que servía para “democratizar” la opinión en Internet derivó en una especie de bar del Far West donde uno sabe que siempre va a haber pelea. Un paraíso del anonimato donde individuos o grupos organizados, de personas o robots, han podido acosar con total impunidad a ciudadanos particulares o empresas.
A algún gurú de la cosa se le ocurrió que la mejor respuesta era poner la otra mejilla. Debe de ser fantástico aconsejar con aire de superioridad, y encima cobrar por ello, que las bofetadas caigan siempre en las caras de otros. Si un ciudadano era vejado o amenazado lo mejor era no contestar. Si una empresa era calumniada había que responder como una sonrisa. “No alimentes al troll”, decían con una palmadita en la espalda. La versión cibernética de la “media horita corta” que quienes no han parido les dicen a las embarazadas que, justificadamente, temen los dolores del parto.
Algunas empresas se vieron bajo el fuego de acusaciones, fundadas o no, lanzadas desde seudónimos pretendidamente inteligentes. Da igual si era un individuo enojado o alguien de la competencia. Hay que aguantar el chaparrón. Twitter, que actúa como el pianista del bar y sigue tocando como si aquello no fuera con la compañía cuando en realidad es la dueña del local, ha generado así situaciones muy curiosas. Por ejemplo, que durante años se pudiera hacer apología del terrorismo hasta que la empresa se dio cuenta de que eso no estaba bien —en los últimos meses ha cerrado, por fin, unos 380.000 perfiles— o que quienes proclaman su lucha contra el corrupto sistema capitalista pasen horas en esa red generando con su actividad ingresos a una de las mayores compañías estadounidense del mundo.
No resulta, pues, extraño que la gente comenzara hace unos años a evitar ese local. Los dueños del negocio vieron con preocupación que los parroquianos habituales espantaban a los demás con la consiguiente pérdida de ingresos. Porque de eso se trata; no de libertad de expresión, ni de democracia, sino de dinero. Pero hete aquí que al local han llegado unos nuevos clientes inesperados que auguran ponerlo de moda: los políticos. Hacer política a través de Twitter nos anuncia un mundo lleno de sorpresas. Ahí tenemos a Donald Trump que en sus noches de soledad proclama —y probablemente adopta— medidas que igual afectan a un obrero de Detroit que a un campesino de Corea del Norte. Se acabaron los telegramas. A golpe de tuit se expresan igual felicitaciones que mensajes de condolencia por una catástrofe. Ya sabemos que las víctimas lo primero que hacen es mirar Twitter. Y el sábado Carles Puigdemont se despachó contra el Boletín Oficial del Estado con seis tuits. A los dueños de Twitter, España, Cataluña o el Val de Aran les importan bien poco. Pero seguro que se frotan las manos pensando en la primera proclamación de independencia de la historia en 140 caracteres