NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 16/02/13
· La actualidad política española, ahogada en un pozo de impotencia y mediocridad, provocó la interrupción de una serie de artículos que bajo el título ‘Profecías’ venía publicando en los últimos tiempos en este diario. En el segundo artículo de esta serie reflexionaba sobre Cataluña, defendiendo la necesidad de un acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales, posibilidad hoy más lejana que nunca al estar entretenidos en la gozosa tarea de golpearse el uno al otro con los respectivos casos de corrupción. Pero no me resisto a detenerme en los porqués de la situación catalana, aunque rompa la necesaria lógica analítica.
Los dirigentes nacionalistas catalanes dibujan una actualidad caracterizada por la extorsión continuada de su riqueza por parte de Madrid y proponen un futuro en el que, siendo dueños de él, también lo sean de su presupuesto, sin depender de nada ni de nadie. Todo este discurso autárquico adquiere una mínima verosimilitud si se desenvuelve en un determinado y prefabricado pasado. Queriendo entenderles, algo que no intenta la clase dirigente catalana con la realidad del resto de España, me he servido fundamentalmente de los historiadores Vicens Vives y John Elliott. Las vicisitudes del inglés por la Cataluña de los años cincuenta del siglo pasado nos presta, con agudeza y sensibilidad, una visión erudita y alejada de los partidismos que aquejan las discusiones académicas en nuestro país, también en Barcelona.
Nos describe con emocionado recuerdo las lágrimas de Ferran Soldevila cuando, aprovechando la soledad de un paseo por el campo, le canta «Els Segadors». Y justamente creo que todavía la sombra opresora del franquismo desempeña un papel determinante en los sentimientos de los ciudadanos catalanes actuales. No sería entendible la exaltación emocional de una parte de la sociedad catalana si el recuerdo de opresiones pasadas, periodos sin libertad individual y sin derecho a desenvolverse en su propia lengua, no estuviera fresco.
La Transición puso un rotundo y rutilante punto y aparte respecto a la dictadura, pero lo que fácilmente se puede hacer en el ámbito público es más difícil conseguirlo en el terreno individual; la memoria personal no se somete a la voluntad pública mansamente y ese estado de ánimo, la nostalgia, sólo es conveniente en pequeñas y esporádicas dosis, es manipulado fácilmente por irresponsables que obedecen a razones evidentes: el interés por mantener en estado de levitación a la sociedad para disminuir y hasta anular de esta forma la capacidad de crítica social y, por otro lado, la voluntad de descontaminar la historia catalana de su grado de complicidad con el reciente y oscuro pasado, olvidando que, como todas, tal vez la catalana en grado distinto, las sociedades en situaciones parecidas son rescatadas, si es posible hacerlo con una comunidad o un pueblo, por el comportamiento ejemplar, muchas veces heroico, de las minorías que tuvieron el valor de enfrentarse en tiempo real a los que habían secuestrado la libertad y la democracia.
Pero ¿cómo es posible esta situación en Cataluña, y es impensable en Valencia o Aragón habiendo tenido peripecias históricas parecidas? Las naciones, en el sentido más amplio posible, establecen una amplia serie de relaciones que culminan en un sentimiento de solidaridad entre sus integrantes, aunque no se conozcan, frente a los otros, que les imprime un sentido de excepcionalismo. Este sentido, inherente a toda comunidad, puede por motivos diferentes terminar convirtiéndose en el síndrome de la nación elegida.
El ejemplo judío, dramático por las últimas razones para creerlo, no es el único. La España imperial del siglo XVI, la Gran Bretaña del siglo XIX o los actuales EEUU son otros. Las naciones, en el sentido empleado, pueden terminar sintiendo que son víctimas cuando inician el declive o cuando no han conseguido los objetivos a los que se creían predestinadas. Los dirigentes nacionalistas manejan estas frustraciones sociales de manera irresponsable, asegurando en el futuro una frustración más intensa a la sociedad catalana.
Por ello creo que, excepto la calma en las reacciones desde el resto de España y la predisposición más generosa para dialogar con los representantes catalanes, el problema se encuentra en la propia sociedad catalana, y es ella la que debe superar sus perniciosas tendencias narcisistas.
En ese sentido, la aparición de partidos con programas muy claros y con pocas conexiones de naturaleza privada entre ellos son la única esperanza, debilitando la intrincada red de relaciones entre los representantes de los partidos clásicos, que nos permitiría hablar de la namierización de la política catalana, recordando las complicidades de los partidos políticos ingleses en el siglo XVIII. Si la solución la tienen ellos, nosotros únicamente podemos ayudar.
Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.
Profecías (II): Estado de bienestar y Cataluña
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NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 16/02/13