MANUEL MONTERO-El Correo

El concepto, que se presenta como la panacea, resulta más bien vaporoso y abarca a partidos que a primera vista están en las antípodas de él, como el PNV

O eres progresista o eres un cero a la izquierda. Esta es la idea dominante. Por eso se proponen pactos de progreso, programas progresistas, alianzas de las fuerzas de progreso. Y así el término se está convirtiendo en ‘palabro’. Por saturación. Se vacía de contenido y desprestigia a marchas forzadas. Suena ya a enfático y perdonavidas, de mirar a los demás por encima del hombro. Se usa como autocalificativo laudatorio para presentarse a sí mismo y a los propios como lo más guay. Sirve para prescindir de matizaciones e incluso de contenidos ideológicas. Dices que presentas un programa progresista y puedes echarte a dormir. Ya quedas bien.

La autodefinición ‘progresismo’, tal y como se emplea hoy (para todo), resulta ventajista por la idea, bien asentada, de que resulta imprescindible avanzar, moverse, no quedarse en rancios atavismos, que así viene a considerarse todo lo que no encaja con la definición progresista. ¿Quién quiere quedarse en la antigüedad, que le digan de tiempos de Maricastaña? O Matusalén o progresista: en nuestra sofisticada división del mundo esa es la alternativa. O lo uno o lo otro. Sin demasiado afán por matizar.

El estereotipo progresista ha propiciado que desde la Transición hasta aquí hayan proliferado los anuncios, solemnes o no, de que es necesario un pacto de progreso, un programa progresista. Se ha reivindicado más el apelativo que el contenido, pues la naturaleza actual de progresismo queda al albur de las circunstancias. ¿Es progresista bajar impuestos? Pues según: si lo hacen los socialistas, es de izquierdas (Zapatero dixit); en caso contrario, manifestación del neoliberalismo cutre. La progresía depende del color de las lentes que lo miran.

Cuando el PSOE no necesitaba más votos que los suyos no se molestaba en reclamarse progresista. Le bastaba decirse de izquierdas o reformista. Si hay que echar mano de otros -o laminarlos, con el argumento de que se han opuesto a un Gobierno progresista- no falla: queremos un Gobierno de progreso, un acuerdo progresista, para avanzar. Al menos, así dice el discurso.

Será el caballo de batalla, pero el actual concepto progresista, que se presenta como la panacea, resulta más bien vaporoso, desleído. De ahí que partidos que a primera vista están en las antípodas de la progresía -el PNV, sin veleidades de este tipo; los ‘indepes’ identitarios; los herederos de la cleptomanía pujolista…- suelen pasar por progresismo del bueno. ¿A Torra el de las hienas se le puede considerar progresista en algo? Por alguna extraña razón, se les cuenta entre las fuerzas de progreso, indicio seguro de que, pese a su omnipresencia y aparente rotundidad, el progresismo que arrastramos da en subjetivo. Es de quita y pon, como si dijéramos.

Por lo mismo, si algún día el presidente Pedro Sánchez decide dejar de estar en funciones dirá que es por un acto progresista. Incluso si pactara con Ciudadanos (y viceversa) lo podría llamar acuerdo de progreso y tan fresco. La retórica lo aguanta todo. Conclusión: en el uso actual, el progresismo no tiene que ver con el progreso, sino que el marchamo lo otorga el PSOE y/o Podemos, que actúan como propietarios de la marca. Y se lo compramos.

¿Hay alguna forma actual de identificar al progresismo? Pues según. Lo explica la siguiente analogía.

Suele llamarse ‘nacionalismo banal’ a la recreación cotidiana de la nación mediante símbolos, noticias, acontecimientos deportivos, etc., de índole nacionalista. No son las grandes manifestaciones de los conceptos nacionales, sino que tienen un carácter trivial, pero con el efecto de gestar la comunidad imaginada por el nacionalismo. Inundas la vida cotidiana de las banderas propias, ensalzas las virtudes de los deportistas patrios, te extasías con folclores omnipresentes y vas creando y recreando la nación.

En el progresismo empieza a pasar algo parecido. Con la diferencia de que ha diluido las definiciones esenciales, se manifiesta en la repetición machacona de algunos tics. Consiste, primero, en el repudio sistemático del centro y la derecha, a la que el buen progre ha de llamar hoy ‘trifachito. Estar rotundamente a la contra sitúa en el escenario adecuado. Después, valen los juegos retóricos: los mantras sobre la igualdad, sobre la destrucción de la desigualdad, la acusación de prejuicios racistas, sexistas, antianimalistas e ideológicos, y la exhibición sin freno de eslóganes políticamente correctos. Si el progre pretende sacar nota debe manejarse con soltura entre los términos ‘empoderamiento’, ‘transversal’, ‘sostenible’, ‘alternativo’, ‘inclusivo’ y demás latiguillos sobrevenidos.

Un buen ejemplo de lo dicho lo constituye el «programa común progresista» presentado por Sánchez. No describe una política a seguir, sino que acumula propuestas deslavazadas dentro de la fragmentación conceptual de que hace gala el progresismo actual. ¿Es progresista esa multiplicación de medidas sociales, un pastón? No se te ocurra dudarlo si no quieres que te caiga el estigma de facha. ¿Si a consecuencia de ellas aumenta el paro seguirá diciéndose programa progresista? Como sigas por esa vía, te cae lo de facha a perpetuidad.

No resulta improbable que el abuso del término progresista, que aparece hasta en la sopa, acabe en su descrédito. Abrazarse al progresismo compulsivo y vacuo puede acabar en progresismicidio, una especie de suicidio de la ideología.

Queda dicho lo anterior sin caer en el recelo de Pessoa, que sin embargo debería tenerse en cuenta como advertencia, cuando decía: «un progresista es un hombre que ve los males superficiales del mundo y se propone curarlos agravando los fundamentales».