MANUEL MONTERO-EL CORREO
- La dispersión en distintas causas minoritarias desarma a la izquierda, al prescindir de un discurso global
El progresismo construye la corrección política. Lo hace hoy con agresividad. Por un lado, extrema sus manifestaciones. Así, caben en libros de texto referencias a la presencia en España de «los visigodos y las visigodas» o de «los judíos y las judías». Si eres reticente ante este «lenguaje inclusivo» te puede caer el sambenito de facha, el antónimo omnipresente de progre. En esto no cuenta que la expresión sea ridícula e indicio de ignorancia y pedantería.
Los dichos políticamente correctos están arrinconando al sentido común. Se les atribuye enorme potencial para «desmantelar el heteropatriarcado», pero cuesta establecer la relación entre el uso de visigodo/visigoda y ningún objetivo efectivo. No importa, pues tiene efectos en la retórica, que ha sustituido a la realidad. Además, revela buenos propósitos, que en estos esquemas lo justifican todo.
A las buenas intenciones se les da el papel de guía en un mundo imaginario dividido entre buenas personas y malvados. Gestan la superioridad moral del progresismo. Por eso puedes soltar lo de visigodos y visigodas con aplomo y sin temor al ridículo. Se dirá que la crítica (fascista) confirma que estás en el buen camino.
El razonamiento viene a ser el siguiente: en la izquierda somos solidarios y queremos lo mejor para la gente, por lo que en esa escisión mental de la sociedad (nosotros versus ellos) nos corresponde el acierto: la virtud y la verdad en el mismo paquete. El esquema maniqueo elimina espacios intermedios y entiende que la vida es una batalla entre buenos y perversos. Estos últimos quieren engañarnos, venden gato por liebre. Reflejaba bien esta simplificación Zapatero: «La derecha se mueve por intereses, la izquierda lo hace por ideales». Tal ventajismo argumental ahorra explicaciones y resulta gratificante, pues el creyente se siente siempre en el lado bueno.
El esquema resulta pueril y simplón, pero funciona. Convierte la noción progresista en argumentalmente invulnerable: al menos desde su punto de vista, impregnado de ese aire de superioridad moral que tanto satisface. Era la idea expresada por Alberto Garzón, cerrando los ojos a las cotidianas evidencias: «Para mí un delincuente no puede ser de izquierdas», sin darse cuenta de que los hay en izquierda, centro, derecha y viceversa, sin que queden necesariamente marcados por la oveja negra. El señor ministro entiende al progresismo izquierdista como una cuadrilla de santones virtuosos, la quintaesencia de la virtud.
Estos alardes de invulnerabilidad moral tienen una pega de la que no se percatan: los convierten en repelentes y antipáticos. Quien no es creyente no da por supuesta la virtud del monaguillo: ni la del cardenal.
Basado en una colección de mantras, este progresismo se ha despegado de los valores tradicionales de la izquierda. Sus referencias no son ya la clase obrera y la igualdad social, antaño objetivos de la izquierda, que ahora quedan para los clichés ornamentales. Los sustituyen distintas minorías, que generan sus propios discursos, así como diversas causas especializadas: el cambio climático, el movimiento LGTBI, el feminismo, la memoria histórica, los derechos de los animales, los desahuciados, los inmigrantes, los nacionalistas identitarios…
Proliferan así las causas progres de la izquierda, pues algunas de las citadas pueden a su vez dividirse en varias especialidades reivindicativas y estas ramas, lo mismo que los troncos, generan sus movimientos asociativos. La nueva izquierda (o lo que se presenta como tal) no las integra en un discurso coherente, sino que suma causas, entre ellas la del lenguaje políticamente correcto. La suma no necesariamente suma, sino que gesta movimientos en paralelo, con sus entramados organizativos, a veces bien subvencionados.
En la dispersión de las causas progres cada una tiene su escala de valores privativa. Como suelen aislarse entre sí, se conciben en estado puro y resultan proclives a la radicalización, con capacidad de condenar a quien no asume acríticamente sus esquemas, el yo sí te creo. Se convierten en causas que se sienten completas en sí mismas y que no tienen dudas ni imaginan daños colaterales.
Su fragmentación en causas minoritarias desarma a la izquierda al prescindir de un discurso global. Además, cualquiera de los movimientos en los que se asienta puede acusarla de flojera, si no asume la versión más radical de la reivindicación. De ahí a llamarle «facha» no hay más que un paso. Conclusión: nuestros partidos ‘progresistas’ se andan con pies de plomo o procuran ponerse a la cabeza de cualquier manifestación sectorial. Les resultaría muy desagradable que alguna minoría o reivindicación políticamente correcta dijera que están en el campo fascista. Por eso defienden a los visigodos y a las visigodas.