FERNANDO SAVATER, EL CORREO – 01/02/15
· Una cosa es el insulto directo y personal, y otra la ofensa abstracta a lo que algunos consideran su ‘familia’ sobrenatural.
Mi abuelo paterno, al que no conocí pero por el que tengo simpatía retrospectiva y casi envidia (murió en el restaurante Dana Ona, a las puertas del hipódromo de Lasarte, una tarde de carreras) fue gobernador civil de Segovia en época de Antonio Maura. Dejó su nombre a una escuela pública y a una calle situada cerca del acueducto. Además puso una placa en una de las entradas de la villa, que yo alcancé a ver en mi niñez pero que ya ha desaparecido, donde se leía: «En esta ciudad quedan prohibidas la mendicidad y la blasfemia». Siempre me ha extrañado un poco la vecindad de estos dos vetos, que dan a suponer que mi abuelo los tenía por ofensas paralelas, la una contra la dignidad del trabajo retribuido y la otra contra la majestad divina.
Supongo que hoy, con los largos y hondos padecimientos de la crisis, pocos se atreven a prohibir la mendicidad, que más o menos encubierta en fórmulas de asistencia caritativa es el último recurso de tantos infortunados. En cuanto a la blasfemia, en cambio, está de moda perseguirla, sea con los métodos asesinos utilizados por los terroristas contra ‘Charlie Hebdo’ o por el puñetazo ejemplarizante que ha puesto en ridículo –¡ya era hora!– al Papa Francisco. Pero la diferencia estriba en que sabemos más o menos en qué consiste la mendicidad aunque ahora procuremos dignificarla socialmente pero seguimos ignorando realmente qué es eso de blasfemar, algo que sólo los fanáticos suelen tener brutalmente claro.
¿Consiste la blasfemia en insultar a algún dios? Nada menos evidente. Si yo me defeco a gritos en Júpiter o en Quetzalcoatl, nadie me tendrá realmente por blasfemo –todo lo más por desequilibrado– porque ninguno de esos interesantes personajes mitológicos cuenta actualmente con feligreses a los que pueda irritar mi exabrupto. Lo imprescindible para que haya blasfemia no es que se mancille el honor de una divinidad (por cierto, ¿tienen ‘honor’ los dioses también, como los políticos acusados de corrupción?) sino que haya suficiente personal que se considere agredido en nombre del dios por ciertas expresiones, bromas, caricaturas, comportamientos o rasgos indumentarios. De lo que molesta a los dioses sabemos poco, pero en cambio hay gente muy picajosa… Es absurdo suponer que alguien puede ‘ofender’ a divinidades que para él no existen, sea de palabra o de obra.
El único blasfemo posible es el creyente que se burla o desafía a aquello en lo que cree, como parece que hizo el padre de Kierkegaard dejando traumatizado para los restos a su pobre hijo. Pero eso es un asunto íntimo y personal, no una transgresión pública: uno sólo puede blasfemar contra sí mismo y por tanto sólo uno mismo puede castigarse por semejante osadía… Unamuno decía que también la blasfemia es una forma de oración, siendo la plegaria airada del piadoso que quiere volverse impío al comprobar los horrores de la vida. Y no olvidemos que el propio Jesucristo fue acusado de blasfemia por los fariseos, aunque ahora la opinión pública le haya absuelto de ese cargo.
Pero todo esto tiene poco que ver con las bromas más o menos maliciosas que algunos hacen a costa de los feligreses de las iglesias más conspicuas. Porque la verdad es que lo que suelen llamarse ‘blasfemias’ no van contra los dioses sino contra quienes dicen creer en ellos y se convierten en portavoces de dogmas y rituales. ¿Tenemos que someternos todos a sus prejuicios y renunciar al humor, a la sátira o a la crítica porque se tomen demasiado en serio a sí mismos, con el pretexto de que hay que respetar a Dios o al profeta de su preferencia? ¿Habrá que prohibir ‘La vida de Brian’, que tanto nos ha hecho reír y que si la ha visto Jesús le habrá hecho reír como a los demás, porque algunos malasombra penitenciales no soporten la divertida parodia evangélica? No creo –ni me importa, desde luego– que la película en cuestión haya hecho perder a nadie su fe cristiana; me basta con saber que mantiene la fe en la ironía culta y el humor gamberro que son dos de los ingredientes indispensables para el cóctel que llamamos ‘humanidad’, cuya pérdida me preocuparía mucho más que la renuncia a venerar ciegamente tales o cuales símbolos esotéricos.
La ya célebre paparrucha del Papa sobre el puñetazo que se ganaría quien insultase a su madre ejemplifica bien el error de clérigos y asimilados sobre este asunto. Porque una cosa es el insulto directo y personal, que suele incluir menciones denigratorias a los progenitores y ante el que cada cual reacciona de acuerdo con su educación y las circunstancias, y otra la ofensa abstracta a lo que algunos consideran su ‘familia’ sobrenatural. En este segundo caso, la convivencia democrática exige deportividad o resignación cívica, pero no puñetazos. Cuidado con lo que predicas, Francisco, que donde las dan las toman.
FERNANDO SAVATER, EL CORREO – 01/02/15