El Correo-J. M. RUIZ SOROA
La Constitución reconoce el derecho de todos a ser franquistas, comunistas, estalinistas, independendistas o negadores del holocausto. No hay una verdad constitucional que no pueda ser discutida
Resulta llamativo, y un tanto sorprendente también, el afán con que diversos gobiernos europeos que por definición se inscriben en una órbita democrático-liberal se han lanzado a una política de prohibición de ideas, con amenazas de sanciones penales a quien las profiera o difunda en público. Comenzó Francia hace ya años con su criminalización del negacionismo del holocausto judío, de manera que quien sostuviera que Hitler no había matado a seis millones de judíos y gitanos incurría en responsabilidad criminal. Polonia se ha subido al carro últimamente, sancionando a quienes digan que de alguna manera los polacos colaboraron o animaron al exterminio de los judíos en los campos sitos en su territorio. España exhibe una buena nota también en esto de criminalizar ideas, desde las imprecisas figuras de la apología del terrorismo hasta los delitos de odio, según los cuales puede ser castigado quien difunda ideas que supuestamente pongan en riesgo (en riesgo, no en hechos concretos) a cualesquiera colectivos considerados amenazados. Ahora se anuncia por el Gobierno la criminalización de la apología del franquismo y la prohibición de asociaciones o fundaciones de franquistas.
No sorprende mucho, conociendo un poco el sectarismo ignorante de nuestra política, que las prohibiciones sean simétricas con las ideologías de cada quien: de forma que los conservadores criminalizan todo lo relacionado con ideas independentistas, mientras que las izquierdas se inclinan por criminalizar a todos los que discutan las vacas sagradas del progresismo. Por ejemplo, hace ya meses que un ayuntamiento y un juzgado prohibieron circular un autobús que exhibía una pancarta que afirmaba que niños y niñas eran fisiológicamente diversos. Un mensaje peligroso y una idea sin duda subversiva.
Ahora se habla de criminalizar a quienes se proclamen seguidores o entusiastas del franquismo, pero a nadie se le ocurre poner en su punto de mira otros casos de regímenes políticos igual o más represores y criminales. Nadie habla de criminalizar el comunismo o el maoísmo, o de llevar a la cárcel a los seguidores de Lenin, Stalin, Mao, PolPot u otras buenas piezas en una clasificación de matanzas de inocentes de la historia. Proclamamos en el Código Penal que la manifestación de odio hacia colectivos concretos es delito, pero ahí tenemos las estatuas de un odiador preclaro como Sabino Arana. ¿Puede alguien tomarse en serio esta criminalización selectiva y a gusto del legislador de turno que padecemos?
Pero lo que de verdad sorprende, porque llevamos ya cuarenta de años de libertad, es que nadie parezca querer enterarse de que el primer y más importante derecho que sanciona nuestra Constitución (tanto que ni siquiera necesita decirlo) es el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos de no estar de acuerdo con ella. Y de decirlo. Y decirlo significa decirlo en público y con publicidad, porque de otra manera no es un ejercicio de la razón pública. La Constitución reconoce el derecho de todos a ser franquistas, comunistas, estalinistas, independentistas, negadores del holocausto, mentirosos sobre el pasado, y así. No hay una verdad constitucional que no pueda ser discutida, la única verdad es el derecho a sostener cada uno la suya mientras no se cause daño concreto e individualizado a otro. No un daño genérico y abstracto, como eso de que decir mentiras sobre el pasado ofende a los vivos, o abre la puerta a la repetición de hechos criminales, porque entonces estaría prohibida la historia entera salvo a los rectos profesionales de su estudio objetivo, que no son muchos ni tienen mucho eco.
El gran jurista y gran demócrata que fue Hans Kelsen sostenía que la democracia se funda, en último término, precisamente en el relativismo escéptico. No hay verdad ni valor que no pueda ser interpretado y discutido, que no sea ‘construido’ por cada mente individual según su propia inclinación subjetiva (su emoción o su experiencia), que sea verificable. Por eso es precisa la democracia como sistema de gobierno, porque es el único sistema que permite a cada uno tener su valor, su verdad o su dios y, al mismo tiempo, prohíbe intentar imponerlos a los demás. Porque la única garantía de supervivencia de ese régimen agnóstico que proclama que no existe verdad objetiva alguna es exactamente la prohibición correlativa de que nadie aspire a instaurar un régimen fundado en la verdad, o uno que se sienta tan sabio como para prohibir las mentiras.
Por eso, siguiendo el pensamiento de Kelsen, se puede prohibir a los secuaces de cualquier verdad que intenten fundar un partido político o grupo de acción para llevarla a la práctica, porque esa conducta amenaza directamente a la supervivencia de una sociedad abierta como la que tenemos los europeos. Por eso la ilegalización de Batasuna era correcta como dijo el Tribunal Europeo, porque intentaba realizar una sociedad cerrada que aplaudía a la imposición de ideas. Pero no por tener ideas equivocadas o falsas, o temerarias. A las ideas se las combate, no se las encarcela.
¿De qué es consecuencia nuestro actual prohibicionismo ideológico? No de inseguridad, desde luego: la democracia no parece amenazada por un resurgir del franquismo si hablamos en serio. ¿De un afán por promover la verdad contra la mentira? Si fuera así, no sería tan sectario. Al final parece que lo que impulsa a los gobiernos es sólo el interesado deseo de desviar la atención hacia el pasado, que es donde parece que todavía pueden ganarse las batallas ideológicas. La batalla del futuro, esa que vivimos aunque no queramos verla, parece demasiado complicada de pensar. Así que… Leña a la historia.